En la pared norte de un edificio diagonal a la Iglesia de El Carmen, en el centro de San José, se aprecia el grabado El niño y la nube , del maestro Francisco Amighetti. A pesar de la exposición al sol, la lluvia, el sereno y la contaminación, esta xilografía, emblemática del gran artista nacional, permanece ahí desde hace años. Aunque, posiblemente, por causa de la prisa y del trajín cotidianos, el bello mural resulta inadvertido para los transeúntes en la atiborrada arteria capitalina.
Los artistas crean las obras. Pero, una vez expuestas, estas le pertenecen al público. Entonces, en lo personal, relaciono ese grabado con la fascinación infantil por el aire libre. Mientras lo admiraba un día de estos, estacionado en la acera, estorbándole a todo el mundo entre gritos de jocotes, limón y aguacates, me dio por imaginar –ojalá no se enojen los puristas del arte– que la figura del niño era Bryan Ruiz en la época en la que, igual que el personaje del cuadro, el chiquillo de San Felipe de Alajuelita miraba al cielo, veía pasar las nubes y soñaba con ser alguien en la vida.
Sin duda, el capitán de la Selección Nacional lo ha conseguido con creces: ¡ser alguien! Y para satisfacción de quienes celebramos su trayectoria y, principalmente, su riqueza espiritual, Bryan sigue siendo el chiquillo de la sonrisa limpia que derrocha calidad en las canchas del mundo. Niño, nube y ejemplo. El mejor exponente de nuestro fútbol debe motivar que cada chico o chica se forje un buen porvenir y que ascienda hasta donde le sea posible hacerlo, bajo el manto infinito que cobija sueños, lágrimas e ilusiones de cada ser humano.
¿Qué agregar del maestro Amighetti? Su legado radica en sus pinturas, en sus grabados; también, en su inspirada vena literaria: “La vida se va quedando en los lugares por donde nos ha tocado pasar. Mis recuerdos no son otra cosa que intentos por recuperar el pasado. Igual que el retablo anochecido, avaro de la última brasa, escribo con el material de mi memoria sobre cosas que callo, sobre cosas sin importancia”.