Por ejemplo, cada vez que he tenido la fortuna de anotarle un gol a la vida (sea académico, profesional, laboral o cualquier campo de realización personal) ella se funde conmigo en un abrazo de celebración. Mis logros, victorias, trofeos y medallas también son de ella; le pertenecen sin duda alguna. Igual cuando en la cancha de la vida me planto firme frente a algún obstáculo o determinado rival, me atrevo a salir jugando con bola dominada y hasta me doy el gusto y el lujo de superarlo con un túnel o la jugada del tonto. Ella me aplaude, hace barra, anima; ¿así quién no se la cree!
Mas no solo celebra conmigo. También —y esto es muy importante— me da instrucciones sabias sobre los momentos oportunos para atacar, defender, esconder la redonda, hacer una pausa, jugar por las bandas, atacar por el centro, pasar a la línea de cuatro, ejecutar o sostener un cambio. Es una experta en el complicado arte del manejo de los tiempos.
Asimismo, es un modelo de juego limpio; ella sí cree en él, ella sí lo practica. Cuando en algún ámbito de la existencia he recibido una patada, una zancadilla o un codazo, nunca me aconseja seguir la ruta de la venganza, el odio o el rencor; por el contrario, me recomienda hacer las pases y no darle importancia.
Se opone también a que yo practique otros malos hábitos propios de las contiendas deportivas, como fingir una falta para que me favorezcan con un penal, faltarle el respeto al árbitro, burlarme del contrario, perder tiempo o jugar al planchetazo. Para ella el juego noble es un estilo de vida, no una banderita ni un himno que no pasan de ser simple pose. Nunca me ha abucheado o abandonado, ni siquiera en las derrotas justas o injustas que forman parte de la vida. Y cuando los golpes han sido fuertes, ella misma me ha frotado, vendado y cuidado. Es más, para ella soy un Messi, un Ronaldo, un Müller. ¿Hace falta decir que me refiero a mi madre?