Aquella noche las ancianas paredes de La Bohemia se perfumaron con los mismos aromas de siempre: los de las dos únicas bocas del menú, albóndigas en salsa con arroz blanco y garbanzos con cerdo, y los de las cervezas, rones, tequilas, guaros y whiskies que agonizaban de trago en trago en los vasos.
El local, ubicado en una esquina de San José desde 1936 -avenida 12, calle 5- lía también al humo de los cigarrillos que algunos de los clientes fumaban en la acera entre risas, tertulia y ecos de boleros de amor y despecho.
Al otro lado de la calle pasos hambrientos de perros callejeros, trotes apurados de gatos en celo, tacones altos de travestis ofreciendo sus servicios, pies descalzos de mendigos en busca de unas monedas y botas de guachimanes recorriendo la noche.
Adentro también había pasos, en especial los del dueño de La Bohemia, don Jorge Motta, y la salonera Nancy, siempre dispuestos a satisfacer los apetitos de una clientela en la que se mezclan la generación del iPhone y la tablet con la del telégrafo y la retreta en el Parque Morazán.
Y aquella noche, la del sábado pasado, tuvieron que apurar sus pasos pues todas las mesas y la barra en forma de escuadra estaban repletas de clientes sedientos de vino y boxeo. Sí, no había quien no estuviera pendiente de Baco y Dionisio, y Mayweather y Pacquiao; en ambos casos, el duelo podía decidirse por nocaut...
Tuve el gusto y la suerte de compartir mesa con dos colegas periodistas: Xinia Miranda, de la Unicef, y Arnoldo Rivera, de La Nación, y su padre don José Rivera. Ambos Rivera demostraron ser una enciclopedia de boxeo; manejan un amplio repertorio no solo de anécdotas, nombres, fechas y escenarios, sino también de aspectos técnicos y estratégicos.
Nunca había visto ese bar tan lleno ni tan festivo, en especial cuando uno de sus clientes más fieles, don Edwin Jiménez —hombre de canas en cabello y barba, y boina de tela con estampado de cuadros— le dio un manotazo a la barra y gritó “¡árbitro manudo!” cuando el combate apenas comenzaba. El local fue una carcajada.
¿Y qué tiene que ver esta historia con el deporte rey?, se preguntará usted. Mucho. Esa noche confirmé una vez más que no solo de fútbol vive el hombre.