Cartaginés es un cadáver futbolístico. Un fósil de la era carbonífera. Justamente por cuanto ha tenido jugadores míticos y técnicos de prosapia, resulta inaceptable su esterilidad de tres cuartos de siglo. Eso prueba que su problema es de orden primariamente psicológico, trans-generacional y trans-individual. Estamos en presencia de una tara conductual colectiva, que trasciende a los jugadores en tanto que sujetos. Yo les pongo un espejo: si no les gusta lo que ven, no tiene caso dispararle al cristal. Mejor harían en buscar ayuda profesional. Un ejército de psicólogos que los asesore a nivel individual, y luego en su dimensión grupal (¡atención: ambos estratos deben ser abordados!).
Me gustó el ritmo que les imprimió Jeaustin Campos: por momentos parecía que el equipo estaba vivo: espasmos de fútbol, convulsiones de ambición deportiva. Signos vitales apenas perceptibles en el electrocardiógrafo: un tenue bip, bip bip, y de pronto el inapelable biiiiiii… Campos no puede lograr eso que solo consiguió el Redentor en Betania de Judea, hace 2 000 años: resucitar a un muerto. Mientras el equipo no se someta a una terapia psicológica rigurosa, no habrá técnico capaz de hacerlo despertar de su comatosa postración. Esa aventura introspectiva equivaldrá al “Desátenlo para que pueda caminar” con que Lázaro sale de su tumba.
Cartaginés está vendado y amortajado. Si sus integrantes no practican un corte histológico profundísimo en la piel de sus almas, y salen del embalsamiento emocional en que están prendidos, nadie podrá devolverlos por los andurriales del triunfo.
Su afición es la más fervorosa del país. La palabra “fervor” significa abundancia de fe, y hervor de la sangre. Fe bullendo en las venas y moviendo a un pueblo a renovar su lealtad por 11 hombres que caen una y otra vez, víctimas de sus propios demonios. Sí: Cartaginés es el Perdedor Emérito del fútbol nacional. Tener un mal partido o una mala temporada, pase. Pero tener un mal siglo, eso es inadmisible. Estos derrotados seculares son una crisálida: llevan un campeón por dentro, pero deben aprender a liberarlo. Mis palabras son un revulsivo. Ellos sabrán si me devuelven la bofetada, o si prefieren seguir lloriqueando hasta que los relojes de Dalí terminen de derretirse.