La historia le dio el título que el destino le negó: ser el equipo modélico de la década más romántica de nuestro fútbol. Los campeonatos del ’60 se los repartieron Deportivo Saprissa (seis), Liga Deportiva Alajuelense (dos), Club Sport Herediano (uno), Carmen (uno) y Uruguay (uno), pero el crédito por monopolizar la calidad del juego fue exclusivo del Ballet Azul.
Ese Cartaginés fue bautizado así por una voz autorizada, don Luis Cartín, un gurú de la narración deportiva con pasado de entrenador y ojo escrupuloso para detectar calidad.
Dicho locutor sucumbió ante el pase a prueba de error del Pelirrojo Córdoba, la zurda profunda y educada de Leonel Hernández y el fervor de Wally Vaughns para apuntarse a todas las jugadas ofensivas. La historia se encargó del resto...
En Cartago celebraron el fin de semana los 50 años del nacimiento de este equipo, una colección de futbolistas que regresó a los orígenes del juego por su apego a la pelota, así como por el hábito de conjugar inteligencia, habilidad e instinto.
El Ballet Azul (1965-1969) tuvo una grandeza poética y sombría. Se embolsó a la crítica a punta de toque y gol. Esa cadencia con red que cautivó a las gradas fue obra del técnico Alfredo Piedra. El Chato tuvo la virtud de unir en un conjunto todas las posibilidades expresivas individuales.
El equipo cerró su ciclo de la peor manera: sin título y con un gol infame de media de un tal Luis Chacón, el domingo 19 de octubre de 1969, al mando del entrenador Marvin Rodríguez.
Fue irónico porque la corona no estaba en juego, pero Saprissa llegó a 39 puntos, venció a San Carlos una semana después y largó el grito de campeón.
Aquel derechazo almidonado se cobró un bonito cadáver en el viejo Estadio Nacional, pero como ocurrió con la Naranja Mecánica holandesa del ’74, o la Hungría mágica del ’54, la historia lo adoptó con más cariño que al propio campeón. Yo lo recuerdo diferente. Para mí el Ballet Azul es la mano grande y gruesa de papá Carlos cobijando la mía en ese peregrinaje ritual dominguero, que iba desde la casa de mi abuela María en Cartago centro hasta el estadio.
Es el verde intenso de sus ojos buscando los míos cada vez que Leonel se ataba la pelota a la zurda y limpiaba el camino de rivales. Es el abrazo y el grito de gol a dos voces, cuando Wally se había driblado hasta su sombra para depositarla en la red.
Es una Orange Crush fría en mis manos, en una mesa del City Garden —el ícono de los viejos restaurantes en Cartago — mientras papá y el tío Julio apuraban dos Tropicales y repasaban el concierto de toques azules. ¿Cómo olvidarte Ballet Azul?