Me sorprendería mucho ser el único saprissista que no celebra con berliozianas fanfarrias y extáticas prosternaciones la llegada de Saborío. No me gustaba su fútbol hace quince años... no veo cómo podría gustarme ahora. Es un hombre que habrá devorado treinta y cinco calendarios en marzo. Si fuese portero, tendría por delante un lustro de carrera. Pero no en su posición, donde potencia física, rapidez y condición atlética cuentan más que cualquier otro parámetro. Añadamos a esto sus numerosas y severas lesiones. Esto habla, cierto, de un guerrero capaz de levantarse después de cada caída, pero también de piernas erosionados, gastadas en mil heroicas lides.
Saborío es, por poco, un personaje folclórico: claro que venderá tabloides y generará titulares. Una vez más, Saprissa piensa con la billetera, y no con el buen juicio. Dado el perfil de juego que el equipo desplegó el año pasado -un mediocampo tocador, donoso, fluido- la tiesura de Saborío, su vocación de milpa, sus limitaciones técnicas lo harán incompatible con el engranaje en que está inserto. Siempre botó goles por decenas... ahora lo hará por centenares. Cierto: tiene a su favor la experiencia. Pero la vida es cruel -eso lo sabemos todos-: ahora es suficientemente experimentado como para realizar... justamente aquellas cosas que ya no puede realizar.
Saborío se fue del Saprissa en 2006. ¿Cómo es posible que en once años las divisiones inferiores moradas no hayan incubado delanteros de mayor jerarquía que el hijo pródigo hoy vuelto a sus lares? ¿Qué material humano ha producido el cuadro, en más de una década? ¿Por qué reabsorber un jugador cuyo ciclo en el equipo terminó, y que ni en sus más venturosos días fue cosa por la que hubiera que pirrarse? No dudo que marque uno que otro gol: jamás tuvo otra función en el terreno. Pero no nos engañemos: esos ocasionales milpazos no traducirán realmente lo que el equipo es capaz de generar en juego, en ocasiones de gol, en repertorio de llegadas al área.
Mutatis mutandis, la presencia de Saborío en el Saprissa me recuerda a Serginho en el Brasil de 1982: Zico, Sócrates y Falcao le pasaban balones que eran poemas, y él les devolvía ladrillos. Celebraría equivocarme: si tal es el caso, prometo reconocerlo con solemnidad.