Juan José Herrera Ch.
Desde el veterano que manchó su carrera ya en el ocaso hasta la joven promesa que dejó de lado los aviones y la proyección para atender un minisuper, el dopaje volvió a demostrar este año que no hace distinciones y que su daño va más allá de una sanción.
Cuatro de los siete corredores que hicieron de este 2013 el más nefasto en la historia del dopaje en el ciclismo tico, accedieron a abrirle las puertas a La Nación para contar su otra historia, no la de la culpabilidad o la inocencia, sino la de la familia y la responsabilidad, de todo aquello que la sombra del error trajo consigo.
Es el relato de cuatro atletas que tuvieron que aprender a andar sobre dos piernas para olvidarse un rato de las dos ruedas, ya sin la entrada de su única profesión pero con las obligaciones de cualquier ser humano.
Sus palabras son además el reflejo de lo humilde de una disciplina que casi nunca es compatible con las aulas, algunas veces por cansancio y otras por pereza, la mayoría por falta de tiempo.
Son también las voces de alerta para el futuro, para aquellos que como ellos dejarán todo de lado para vivir con las emociones del sprint y la caravana; para los niños y jóvenes que, igual que ellos hace muy poco, un día se enfrentarán a la difícil decisión de querer irse por el camino fácil.
Y no es el relato de la lástima, porque los cuatro reconocen que cometieron un error, es más bien un puñado de ejemplos de algo que no todos saben: hay un furibundo embalaje que se inicia después del dopaje.