Suiza. AFP El Tour de Francia vuelve a la carga ocho meses después de la caída en desgracia de su máxima leyenda, un Lance Armstrong detrás del que ahora solo queda una larga y sofisticada historia de dopaje.
Despojado de sus siete victorias en la ronda gala, el norteamericano se convirtió en el símbolo de los años negros del pelotón, cuando solo era posible dominar la competición a base de EPO, transfusiones sanguíneas y píldoras de testosterona.
Fue una época para olvidar que ahora regresa a la mesa precedida por las confesiones y las acusaciones. El último de ellos es Laurent Jalabert, la estrella francesa de esa generación y ahora acusado de haber consumido EPO en la edición de 1998 del Tour.
Al igual que Armstrong en enero, el alemán Jan Ullrich terminó por confesar la semana pasada que se había dopado, después de años y años de negación.
Las confesiones de los otrora reyes del pelotón han desacreditado de nuevo un deporte que empezaba a recuperarse gracias a los esfuerzos de la Unión Ciclista Internacional (UCI) para acabar con el dopaje, batalla que llevó a la introducción del pasaporte biológico en 2008.
No obstante, el EPO está lejos de haber desaparecido, tal y como demuestran los controles positivos del exgolden boy del ciclismo italiano Danilo di Luca, quien sorprendió el Giro a finales de mayo, o el de su compatriota Mauro Santambrogio, unos días más tarde.
Y aunque algunos observadores vuelven la mirada sospechosa a los recientes éxitos del equipo Sky, dominador como lo fuera en otra época el US Postal de Armstrong, el pelotón parece más limpio de lo que era hace diez años.
“El dopaje es el enemigo, no el Tour o el ciclismo. El ciclismo de 2013 no es el mismo que el de los años de Armstrong”, aseguró Christian Prudhomme, el director del Tour de Francia y quien lucha por olvidar esa época.