Santos, Brasil. Santos se paralizó ayer por dos horas. Entró en el limbo. Y seguramente lo mismo sucedió a lo largo de todo Brasil. Ese es el poder que tiene el fútbol.
Producto del partido entre la Verdeamarela y México poco faltó para que sonara el silbido de esas películas del oeste y cruzara la calle su respectiva bola de paja. A las 4 p. m., la población se desapareció.
Las tiendas cerraron, las vías se despejaron. Tanto así que para encontrar un taxi hasta el estadio Urbano Caldeira y así observar un muy atravesado colectivo de los suplentes de la Tricolor , fue difícil.
La gente se resguardó entre restaurantes y sus propias casas, tranquilos ante la seguridad que les dio el televisor al ver a Neymar.
Más tarde en el día, Lea, curiosamente una taxista, contó que siempre es así cuando Brasil juega. Que inclusive sus hijos, ambos con trabajos de oficina, abandonaron sus puestos a eso de las 12 mediodía. Ninguno quería siquiera acercarse a la chance de perderse el himno.
Había tanta expectativa por el partido que los aficionados costarricenses que asistieron al colectivo contra el Sub-20 de Santos, a los 15 minutos ya se habían ido. De unos 100, quedaron diez, lo más. Claro que terminaron en los mencionados restaurantes y bares.
Es más, ni siquiera los jugadores titulares fueron. Les permitieron quedarse en el hotel, contagiados por la pasión brasileña.
Los desafortunados fueron los colegas locales encargados de seguirle la pista a la Sele . Ahí se quedaron, en la gradería del estadio, intentando pescar alguna jugada por medio del mal Internet.
Pero tras el pitazo final, todo volvió a la normalidad. El 0-0 mató las horas libres y reactivó la ciudad. Escapó del limbo.