El reloj biológico de los seres humanos es sorprendente. Él sabe guiarse por las horas de luz y oscuridad para decirnos cuándo tener hambre o sueño.
Mientras mantengamos ese ciclo natural, el cuerpo está “alineado biológicamente” y funciona en forma saludable, como un reloj suizo. Sin embargo, cuando dormimos poco o mal, nos saltamos comidas y nos estresamos, el reloj biológico se altera y comienzan los problemas, muchos de ellos tan serios y evidentes como la obesidad.
Así se puede concluir de una revisión de más de 50 artículos publicados este año en diferentes revistas científicas como Science , Nature , PNAS , Journal of Food Science , Journal of Human Biology , PLoS y Cell .
Los científicos coinciden en que descompensar el ciclo natural del cuerpo incluso activa genes que estaban ligados a la obesidad, pero que, con buenos hábitos, quizás no se habrían despertado.
“Dormir lo suficiente permite suprimir la expresión de los llamados genes de la obesidad”, afirma Nathaniel Watson, de la Universidad de Washington.
Evidencia. Al menos dos hormonas son claves para entender cómo nos afecta desajustar el reloj biológico.
Por un lado, está la grelina, que aumenta el apetito, y por otro, la leptina, que indica cuándo el organismo está satisfecho tras comer.
Dormir poco hace que se segregue más grenilina y menos leptinina. En palabras del doctor Kristen Knutson, de la Universidad de Chicago, “el sueño de mala calidad se relaciona con la obesidad porque desregula el apetito y aumenta el consumo de energía”.
Como prueba, hay un análisis de 1.088 pares de gemelos, quienes durmieron menos de 7 horas diarias y aumentaron rápidamente su peso e índice de masa corporal.
En la “torre de control”. Otras explicaciones de la obesidad vienen del estudio del cerebro.
Científicos de la Universidad de Turku (Finlandia) detectaron en enero de este año un alto componente de glucosa en una zona del cerebro llamada estrato ventral. Esta alteración afecta la forma como se metaboliza la insulina en el cuerpo; es decir, la forma como convierte la glucosa en energía. Ellos creen que esto podría explicar por qué en las personas obesas siempre tienen un impulso involuntario de comer, incluso cuando ya no lo necesitan.
También, neurólogos de la Universidad de Colorado creen que la dopamina es clave. Esta es una hormona relacionada con funciones motrices, emociones y placer.
El doctor Guido Frank afirma que, cuanto más dopamina haya, el sistema de recompensa del cerebro está en mejor estado y necesita menos estímulos, en este caso comer. “Esto mismo ocurre con otras adicciones”, indica.
Sucede lo mismo con la hormona oxitocina, relacionada con los patrones sexuales y con la conducta maternal. Expertos de la Universidad de Jichi (Japón) aseguran que en su ausencia se dispara la necesidad de quemar energía y, por lo tanto, de consumir alimentos.
No comer también engorda. La ciencia asegura que saltarse las comidas es tan dañino como comer en demasía pues el organismo humano es increíblemente sensible a una baja en la ingesta y, para compensarlo, lo que hace es ralentizar su metabolismo y acumular grasa por si acaso la necesita luego.
Para evitar eso y no caer en la gordura, los nutricionistas dicen que lo mejor es ingerir dosis pequeñas de alimentos cada dos horas, para que el metabolismo se acelere y el cuerpo queme más energía.
En junio pasado, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España reportó que los adolescentes que tienen más de cuatro comidas al día son los más flacos.
Genes y células. La grasa corporal no es mala: la necesitamos para vivir. El asunto es que solo requerimos la cantidad que el cuerpo puede quemar y el excedente nos causa el sobrepeso.
Hay varias razones para este excedente. Una es la ingesta exagerada de alimentos. Otra razón, un poco más compleja de entender, pasa en nuestros genes y en la forma como ellos se comunican.
Por ejemplo, científicos de la Universidad de Delaware identificaron una proteína llamada endoglina que regula en qué tipo de células se transforman las células madre. El biólogo molecular Anja Hohe Reese asegura que la cantidad de endoglina en la superficie de las células de la grasa determina si estas células se transforman en más grasa u otro tipo de células, como las óseas.
Los investigadores también estudian la “culpa” de genes como el CD360, que sería responsable de detectar el sabor de las grasas en la boca, y el TASR2R38, receptor de sabor de los compuestos amargos.
Sobre el primero, una prueba hecha con 300 afroamericanos demostró que una variante en él hace que sus portadores sientan más necesidad de echarle aceite o salsas grasosas a la comida que ingieren.
Sobre el TASR2R38, otro estudio detalló que en él está la habilidad para degustar el sabor de las grasas.
De este modo, si alguien tiene un problema en este gen, es incapaz de percibir la grasa, y aunque la coma, el cerebro sigue pidiendole más.