Huele a un polvo que se adhiere a cualquier superficie y no se va. Como la tiza cuando cae al suelo.
Hay bolsas con maíz y con trigo, hay un teléfono que sirve y otro que no. Hay poleas, un motor y un lavamanos con restos de masa.
Hay una refrigeradora con una postal de un pescado y hay nubes de polvo blanco que se dispersan entre la luz de las 10:00 a. m.
En la entrada hay un rótulo pintado a mano que dice Abierto todos los días y un número: 22-22-47-17.
El Molino del Mauro, según su dueño, es el único que queda en San José, en plenas Avenida y Calle 8.
Tendrá más de 50 años de existir, sobreviviente a la llegada de Demasa y TortiRicas, empresas que desplazaron a los molineros por bolsas plásticas con 12 tortillas.
“Nosotros no quisimos vender nuestro molino, este era el negocio de mis papás y por nada del mundo lo íbamos a dejar ir”.
Rodolfo Cartín tiene 74 años y apenas una idea de cuántos años lleva trabajando en el molino.
Una noche, hace poco, alguien decidió entrar al negocio para llevarse todo lo que dos manos y cuatro bolsillos pudieran aguantar; pero lo que esa persona no sabía es que en la parte de atrás hay un cuarto en el que a veces duerme don Rodolfo.
“Yo escuché un ruido, pero no me dio tiempo de hacer nada. Lo bueno es que yo nunca duermo con las sábanas completamente prensadas, entonces apenas tuve un chance, me puse de pie, pero el tipo ya estaba encima mío”.
Alguien llamó a la Policía y mientras pasaba el tiempo, don Rodolfo le gritaba al ladrón: “Yo lo voy a matar, usted de aquí no sale con vida”.
“Por supuesto que no lo iba a matar, pero si le hablaba así, le daba la impresión de que yo no era débil. Cuando llegó la Policía, tocaron la primera puerta, la de la entrada, para que yo les fuera a abrir.
”Parecía una fábula, querían que yo le dijera al ladrón: ‘Esperate, quedate aquí un momentito mientras voy y le abro a la Policía, pero no te movás’”.
Eventualmente los oficiales entraron, y el ladrón comenzó a escalar las paredes para intentar escapar por el techo.
No pudo. Lo tiraron al suelo de un jalón y llamaron a la ambulancia.
“Cuando llegaron los cruzrojistas lo atendieron a él, porque querían probar que yo lo había lastimado; pero a mí nadie me preguntó nada, ni me atendieron, y vea como tengo el pie”.
Hinchado, golpeado y cansado.
“Después de todo eso, me dice un policía: ‘Vamos, usted tiene que irse con nosotros para que ponga la denuncia’. Imagínese, yo duermo en calzoncillos. Yo le dije que no, que esta es mi propiedad y que no me iba”.
Pero la actitud resentida y paranoica hacia la Policía no es solo porque sí.
Cuando don Rodolfo era pequeño, jugaba cerca del fortín del Museo Nacional; le gustaba pasar por ahí a recoger casquillos. Un día subió por una pared y vio algo (que no me dejó contar), pero que fue suficiente para que él nunca más confiara en el sistema de justicia de nuestro país.
* * *
Don Rodolfo no fue a la universidad, sino que entró a trabajar en el departamento de Migración del gobierno. Allí tuvo que lidiar con asuntos que se movían hacia un lugar que él no quería visitar.
“Constantemente había que batallar con temas de soborno, o muchos problemas internos”.
Don Rodolfo no lo dice, pero nosotros sabemos a qué se refiere. Me pide que tampoco escriba sobre todo eso por la misma razón: este país esconde una historia, una no tan feliz.
Con el tiempo, los padres de Rodolfo, que trabajaban en el molino, pescaron la plaga de la vejez.
“Comenzaron a olvidarse de mí. Lo más doloroso fue ver como a papá se le olvidó cómo funcionaba el molino”.
Entonces, para poder cuidarlos, Rodolfo le huyó a la migración y se dedicó a trabajar con ellos. Vivía al lado del molino; entonces era fácil estar cerrando en la hora del almuerzo o la cena.
“Yo los bañaba, les ponía medias y los metía a la cama. Me costó mucho descifrar cómo manejarlos, pero después me acordé de las cosas que mi papá me decía a mí: ‘De esta mesa no se levanta hasta que esté limpio el plato’. Entonces empecé a aplicarlo con ellos y funcionó”.
* * *
Mientras todo eso –la vida– sucedía, don Rodolfo viajó a Alemania, en la época de la Alemania comunista, y allí su memoria hizo una pausa algo permanente: para él, toda percepción del sistema legal y gubernamental tiene un referente a esa época. “Yo no creo en el comunismo, lo que hacen es quitarle el poder a las personas, las pyme son peligrosas por eso mismo”.
Viajó con una amiga, la novia, dice él.
Los buenos tiempos, viajando en carros pequeños, atrapados en rotondas en un país con un invierno pálido.
* * *
“Mi mes favorito es diciembre, porque el molino se llena de señoras con bolsas llenas de maíz para los tamales. Aquí todos gozamos por igual, no importa si usted anda a pata o en carro. Y me estoy dejando crecer la barba para parecerme a Santa”.
Don Rodolfo guarda en su molino objetos que le recuerdan esos momentos, que no tiene razón para dejar ir: unas monedas viejas, fotos de sus padres, y una fotografía de él cuando era joven y viajó a Holanda.
—Adivine la hora en esta foto.
—Las 3 de la tarde.
—No, son las 2 de la mañana. Nos fuimos a pescar bacalao.
* * *
Cuando alguien intentaba barrer la tiza, siempre quedaban gramos imposibles de desaparecer. Lo mismo pasa con las historias de don Rodolfo, porque están hechas de partículas resistentes; igual que él y su molino.