Un sonidito en el viejo aparato de radio, que siempre acompañaba a mi papá en la pulpería –vivíamos en Venado, San Carlos– , capturó mi atención. “¿Qué es eso, papi?”, le pregunté.
Me respondió que estaba oyendo la noticia del lanzamiento de una nave espacial y, a como pudo, trató de explicarme.
Mucho años después, siendo estudiante de Periodismo, supe que el tal sonidito ese era en un recurso que en radio se denomina una ráfaga.
Cuarenta y cinco años después, aquel momento sigue tan vivo en mi recuerdo, como si fuera hoy. Me marcó para siempre.
Con el Apolo 8 camino al reto de ser la primera nave tripulada que intentaría abandonar el campo gravitacional de la Tierra y, además, orbitar alrededor de la Luna, también despegó mi pasión por seguir, paso a paso, la carrera que estadounidenses y rusos libraban.
El rugir poderoso de los motores del Saturno V que impulsaban aquella mole de 110 metros hacia las alturas, escuchado en la transmisión de La Voz de los Estados Unidos desde cabo Kennedy (así se bautizó a cabo Cañaveral durante el proyecto Apolo), alimentaba mi imaginación, máxime a falta de una imagen.
De ese viaje que emprendieron Frank Borman, comandante de la misión; James Lovell y William Anders me impresionó, me emocionó el mensaje navideño que la tripulación leyó, mientras la aeronave daba vueltas en torno a la Luna. Era el pasaje del Génesis en el cual se relata la creación divina del mundo.
Ni qué decir que tampoco pude sustraerme a la atención de aguardar el instante en que Apolo 8 se posaría lentamente en las aguas del océano Pacífico. Porque, uno de los peligros del inédito viaje, era el momento cuando aquellos hombres debían reencender motores para escapar de la gravedad lunar. Una falla en ese momento hubiese implicado convertirse en una especie de satélite humano “atado” al satélite natural de nuestra Tierra.
El éxito de la misión, que fue clave para seguir adelante con el programa Apolo, me volvió en un fiebre por la carrera espacial, pegado a las noticias por radio (y luego por los periódicos).
Exactamente siete meses después de aquel lanzamiento, un carajillo de 10 años observaba, boquiabierto, casi sin pestañear, cómo un bulto blanco –Neil Armstrong– descendía por la escalinata del Águila para dejar su impronta en la Luna. Mi padre no pudo verlo... había muerto cinco meses antes.
Mi aventura espacial comenzó aquel 21 de diciembre, y me atrevo a decir que con ella nació también mi otra gran pasión que vivo intensamente: el periodismo.