Esta es la historia de personas valientes. Porque se necesita mucho coraje para tomar un bus en la madrugada, con solo una pequeña maleta de ropa y unos cuantos dólares en la bolsa, o ningún dólar, con tal de iniciar una vida nueva en un país totalmente desconocido.
Esta es la historia de Rosario, cuyo gran pecado fue ser una exitosa comerciante en El Salvador, o de Luis, que tuvo la mala suerte de presenciar un hecho de violencia en ese mismo país. O de Dennis, hondureño, gay y activista, quien lleva toda la vida luchando para que las personas no sean maltratadas por su orientación sexual.
Esta es la historia de 2401 ciudadanos de El Salvador, Guatemala y Honduras que en los últimos tres años solicitaron ser reconocidos como refugiados en Costa Rica, principalmente, para proteger su vida de la violencia de las maras.
En esos tres países, conocidos como el Triángulo Norte de Centroamérica, operan pandillas agrupadas en dos grandes bandos: la mara 18 y la mara Salvatrucha. Los delincuentes organizados dominan amplios sectores de las ciudades, se dividen los territorios, dictan “leyes y decretos” y castigan con destrucción, torturas y muerte a quienes se atreven a desafiarlos.
“Con lo primero que lo amenazan a uno es con los hijos”, cuenta Rosario, nombre ficticio. Ella misma eligió el seudónimo. “Es que soy muy devota”, explica con una sonrisa tímida.
Esta comerciante salvadoreña pagaba a los pandilleros una renta de dos dólares diarios. Es un “impuesto” obligatorio que deben cubrir todos los negocios, taxistas, autobuseros, etc. Rehusarse no tiene sentido y denunciar a la policía es perder el tiempo e incluso poner en riesgo la vida. La única vía es pagar. Lo terminan asumiendo con naturalidad, como si fuera cancelar el recibo de la luz o el agua.
También ocurre que a veces el cobrador se deja el dinero y reporta a los líderes de la mara que el “contribuyente” no pagó. En esos casos, la cuota termina saliendo doble.
Un día, a Rosario le pidieron una suma extraordinaria. Más bien, se la exigieron. Usaron el argumento cínico de que la pandilla “tenía una emergencia”, como si ella fuera un banco.
“Amenazaron con matar a mis hijos, uno por uno. A mí me iban a dejar de última”, prosigue en su relato a La Nación.
Le dijeron que iba a quedar vigilada y que iban a controlar hasta su teléfono, por si tenía la idea de acudir a las autoridades. Rosario no quiso comprobar si los tentáculos de la pandilla de verdad son tan largos, aunque el poder de estos grupos quedó fuera de duda en julio del año pasado, cuando lograron paralizar el transporte público de San Salvador durante varios días. Lo hicieron para ganar músculo de cara a negociaciones con el Gobierno.