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La historia de la paz se escribe con líneas de muchos tinteros. Unos luchan un poco, otros luchan aún más, y si cada quien asume su tarea, hay un capítulo adicional en el libro del tiempo. Al igual que ocurría con las épicas narraciones de la Grecia ancestral, las obras verdaderamente importantes son el fruto colectivo de muchísimos autores.
Así fue la historia de mi Plan de Paz para Centroamérica. Una historia que contiene la letra de decenas de hombres y mujeres. Una historia en donde algunos escribieron grandes sueños y otros intentaron destruir las esperanzas. Una historia en donde muchos fueron necesarios y otros fueron indispensables.
Sueño de libertad y democracia. Hace 25 años vivíamos una época de enfrentamientos descarnados, en donde las grandes potencias jugaban a los dados con el destino de nuestros pueblos. Centroamérica era un inmenso terreno de batalla. Cientos de miles de hermanos habían muerto al filo de una absurda guerra civil. Los presidentes centroamericanos nos atrevimos a firmar un documento que aspiraba a encontrar una salida diplomática al conflicto: una solución centroamericana para los problemas de los centroamericanos. La alternativa a nuestro plan de paz era mirar al pasado, era volver a otros cien años de dictadura, era la soledad de García Márquez, era la guerra de Vietnam, era la historia de las plantaciones, era el algodón negro de los esclavos. Con humildad queríamos empezar una historia simplemente siendo hombres libres. No íbamos a cambiar la esclavitud del algodón por la de la hoz y el martillo; solo queríamos libertad; simplemente queríamos democracia.
Para mí, firmar los acuerdos de Esquipulas fue fácil. Yo no me enfrentaba a fuerzas guerrilleras. No tenía un estado de sitio que levantar, ni prisioneros políticos que libertar, ni periódicos clausurados que reabrir. Sin embargo, para la mayoría de mis cuatro colegas, firmar ese acuerdo y comprometerse en su cumplimiento significó un acto de gran valor; entrañó un riesgo político y personal. Se requirieron cambios difíciles y peligrosos en su camino, postergando la posición previa de sus naciones a los más altos intereses de la región. Aun después de la firma del acuerdo, voces molestas se alzaron en las naciones más poderosas, vaticinando el inminente fracaso del Plan de Paz. Pero fue el Comité Nobel el que le dio un apoyo decisivo a la causa de la paz en Centroamérica. Se negaron a hacer eco del pesimismo. Se negaron a perder la esperanza y salieron a defender nuestros esfuerzos y a respaldar nuestros sueños. Fueron los hombres y las mujeres que representaban al pueblo noruego quienes, en octubre de 1987, tomaron la decisión de otorgarme el Premio Nobel de la Paz, en un acto que aumentó de manera incalculable las posibilidades de éxito de aquel proyecto de paz y democratización que los presidentes centroamericanos habíamos rubricado pocos meses atrás en Guatemala.
Nunca sabremos cuántas, pero estoy seguro de que fueron muchas, las voces que callaron su oposición al Plan de Paz, tan pronto como la voz del pueblo noruego se manifestó, de manera tan singular, a favor de ella.
Cuando recibí la noticia de haber sido seleccionado para el Premio Nobel de la Paz de 1987, no podía creerlo. Siempre pensé que una nominación para el Premio Nobel de la Paz era algo muy complicado; que tenían que llenarse muchos requisitos, mucho formalismo; que había que presentar con mucha antelación a los candidatos. Así es que me costaba mucho creerlo. Lo que yo no sabía era que en Gotemburgo, el profesor Lars Hanson, al señor Bjorn Mollin y a la señora Segerstedt Wiberg habían iniciado las gestiones y contactos para proponer que el Premio Nobel de la Paz de 1987 se le otorgara al presidente de Costa Rica. Guardo por ello mi imperecedero sentimiento de gratitud hacia ellos. Desde el primer momento supe que el premio era una distinción para mi país, un galardón a la historia de paz de Costa Rica, un homenaje a la democracia más antigua de América, un tributo a la valentía de un pueblo sin armas.
Momento mágico. Estar el 10 de diciembre de 1987 en Oslo, Noruega, recibiendo el Premio Nobel de la Paz me parecía casi un imposible, se agolparon en mí intensos sentimientos y emociones. Familia, patria, amigos, se presentaban en mi interior como una visión que me recordaba la grandeza de la humildad para aceptar tan inesperado honor. Fue un despertar a una realidad mágica que todavía hoy me conmueve. Fue ratificar lo que aprendí de Don Quijote, de Saint Exupery, de Hammarskhold y de Juan Pablo II: no debe haber límite a la esperanza; no han de ponérsele ataduras al idealismo, no hay que perder la fe, esa cualidad maravillosa de la certidumbre de las cosas aún no vistas de las que habla San Pablo.
Por eso hoy quiere recordar lo que hace 25 años dije cuando recibí el Premio Nobel: “La historia no la han escrito hombres que predijeron el fracaso, que renunciaron a soñar, que abandonaron sus principios, que permitieron que la pereza adormeciera la inteligencia. Si en ciertas horas hubo hombres que en su soledad estuvieron buscando victorias, siempre estuvo vigilante al lado de ellos el alma de los pueblos, la fe y el destino de muchas generaciones. Quizá fue en horas difíciles para América Central, como las que hoy vivimos, quizá fue previendo la encrucijada actual, cuando Rubén Darío, el poeta más grande de nuestra América, escribió estos versos, convencido de que la historia cambiaría su curso:
‘Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios’.
Aseguro al poeta inmortal que no vamos a renunciar a soñar, que no vamos a temer a la sabiduría, que no vamos a huir de la libertad.
Yo le digo al poeta de siempre que en Centroamérica no vamos a olvidar al Quijote, no vamos a renunciar a la vida, no vamos a dar las espaldas al alma y no vamos a perder jamás la fe en Dios”.