Irlandés naturalizado norteamericano, Thomas Francis Meagher (1823-1867) llegó a Costa Rica en marzo de 1858 en viaje tanto de recreo como de estudio, junto a su condiscípulo Ramón Páez.
De ese paso, Meagher dejó un ameno relato, hoy clásico, que publicó en Nueva York en 1860 –profusa y precisamente ilustrado por Páez– con el título de Holidays in Costa Rica (Vacaciones en Costa Rica). En él, refiriéndose a San José, expresa Meagher:
“Los temblores de tierra se oponen a las muy altas pretensiones. Estos ocurren muy a menudo en el valle de San José ['], pero solo causan daños quizás una o dos veces en un siglo. ['] Sin embargo, si las casas de San José fueran más altas, las sacudidas resultarían un acontecimiento fatal de mayor frecuencia”.
Por eso, agrega, las casas “tan solo tienen un piso, [y] las pocas que se apartan de esta regla –media docena o algo así– son excepciones nerviosas y tienen el aspecto de intrusas desgarbadas”.
La ciudad y sus casas. Como era usual en las ciudades coloniales hispanoamericanas, la nuestra estaba dividida en manzanas, es decir, en cuadras de 100 por 100 varas castellanas (83,59 metros), subdivididas a su vez en cuatro partes o solares, originalmente otorgados a los vecinos principales con su nombre y apellido. En esos solares, se hallaban las casas construidas a la romana (agrupadas), algo que brindaba una gran homogeneidad visual al entejado perfil urbano.
Para cuando Meagher se refirió a ellas, las técnicas de construcción predominantes eran el adobe y el bahareque: el primero, de origen hispano; el segundo, herencia precolombina pues el indígena utilizaba muchas veces el barro para rellenar los espacios que había entre los troncos y las cañas con los que levantaban las paredes de sus viviendas.
Derivadas entonces de un mismo material, ambas técnicas constructivas se combinaban, en general, en esas pocas casas de dos pisos. En ellas, la primera planta era de adobes, y la segunda, de bahareque. Se procuraba así que la segunda planta fuese más liviana y más flexible en caso de sufrirse temblores.
No obstante, hayan sido aquellas viviendas de uno o de dos niveles, según el arquitecto Manuel Gutiérrez, “dada la honestidad y la sencillez de los materiales usados, las fachadas de estas viviendas reflejaron una pureza y una belleza casi estoicas.
”No había en ellas ningún maquillaje superfluo que cambiara su apariencia en alguna forma o en otra [']. Su apariencia reflejaba única y exclusivamente la respuesta a una necesidad humana llevada a cabo con gran limitación de materiales y con mucha sencillez” (La casa de adobes costarricense).
Aunque escasas, como lo hace constar Meagher, de aquellas “intrusas” casas de dos pisos, precisamente dos pertenecían a quien ejercía entonces la primera magistratura: Juan Rafael Mora Porras.
Efectivamente –como nos lo hace saber el historiador Raúl Arias Sánchez–, el solar ubicado en la diagonal noroeste de la plaza mayor, en la intersección de las actuales avenida 2 y calle 2, había pertenecido desde mucho antes a Camilo Mora Alvarado, acaudalado josefino y progenitor del futuro héroe.
La casa de “don Juanito”. Allí, en el extremo norte del predio y con frente a la calle 2, Mora Alvarado había construido la casa de dos plantas donde, en 1814, había nacido Juan Rafael. Después, en 1833, le había vendido la parte oeste del terreno restante a Manuel Aguilar Chacón, quien sería jefe de Estado en 1837 y 1838.
Para entonces, Aguilar Chacón habitaba ya la casa, de dos plantas también, que había construido allí con frente a la actual avenida 2. A esa residencia, en 1847, se trasladó a vivir Juan Rafael Mora cuando contrajo matrimonio con Inés Aguilar Cueto, hija a su vez de Aguilar Chacón.
Dos años después, cuando Mora Porras sustituyó en la presidencia de la República a José María Castro Madriz –derrocado por un golpe militar–, comenzó aquella a ser llamada “la casa del presidente”. Como vemos, junto a su cercanía con la plaza de la ciudad, los dos niveles de esas viviendas hablaban también del nivel social, económico y político de quienes las habitaban.
Por lo demás, ni exterior ni interiormente se diferenciaban mucho aquellas del resto de casas del centro de la ciudad. Así lo constata Meagher cuando afirma: “La casa particular del presidente ['], situada en la ‘Calle del Presidente’, a corta distancia de la plaza, es un modelo de modestia republicana”.
Modesto también, su distintivo acaso haya sido el espacioso y largo balcón volado, de recias columnas y balaustres de madera torneada, provenientes, con toda seguridad, de algún taller local, como los que había en la ciudad desde poco antes de la Independencia.
Así, el taller de Antonio José García disponía de mesa de torno y herramientas tales como cepillos, formones, gubias y taladro, que le permitían elaborar, en madera, muebles y accesorios de construcción, como puertas y ventanas de barrotes, y barandas y columnas similares a las de la casa de Mora.
Igualmente, salían de allí las piezas que componían el escaso y sencillo menaje de las casas josefinas: una mesa de comedor, algunas sillas, un aparador de barandillas, las cujas (camas rudimentarias), baúles de tarima para la ropa, las infaltables bancas para los corredores y, si había oficina o tienda, algún escritorio –no más–.
Centenario y destrucción. Aún así, y a pesar de que para entonces algunas casas se diferenciaban ya por su mobiliario a la europea, al relatarnos sus andanzas por la capital en 1853, el viajero alemán Moritz Wagner anota: “No hay nada más sencillo que el cuarto de trabajo de don Juan Rafael Mora [...]”, despacho que daba a la dicha “calle del presidente”.
A mediados del siglo XX, esa calle correspondía a la avenida 2 oeste, y, más concretamente, a las 300 varas comprendidas entre las calles 4 y 1. También para entonces, contratado por la Municipalidad de San José, se encontraba en la ciudad el arquitecto y urbanista colombiano César Garcés, encargado de elaborar un plan para las principales vías públicas.
Como primer paso del plan aquel, que empezaría a ejecutarse en 1956, se planteaba el ensanche de la antigua “calle del presidente” o avenida Segunda, y que, por coincidir con la celebración de los cien años de la Campaña Nacional, sería llamada, pomposamente, “avenida del Centenario”.
Notable jurista y brillante escritor, Mario Alberto Jiménez calificó entonces de irónico el que, “para hacer ese ensanche, se han destruido y se destruirán las pocas cosas centenarias que tenía la ciudad de San José: el edificio de la antigua Universidad de Santo Tomás y el Sagrario de la Catedral”.
Jiménez continuaba: “Por iniciativa particular, pero ante la más perfecta indiferencia oficial, fue derruida también, durante el centenario, la vieja casa presidencial, situada sobre la misma vía y tan llena de recuerdos de don Juan Rafael” (El centenario de la guerra del 56).
Más irónico aun es que, reducidos esos recuerdos a unas cuantas vigas de madera –que sobrevivieron a la destrucción de la casona del héroe por antonomasia de aquella campaña–, contase el historiador Carlos Meléndez que las centenarias piezas fueron a parar a la Sala Colonial del Museo Nacional, donde hasta hoy forman parte de la ambientación.
Por eso, más de medio siglo después del inicio de su ampliación –que no acaba todavía ni parece que acabará jamás–, cabe preguntarse con Jiménez: “¿Verdad que es una paradoja que la tal avenida del Centenario se haya hecho derribando precisamente lo único que era centenario en San José?”.
EL AUTOR ES ARQUITECTO, ENSAYISTA E INVESTIGADOR DE TEMAS CULTURALES.