En la Policía de Tránsito hay 1.045 oficiales para atender 35.350 kilómetros de carreteras las 24 horas del día. No todos están en la calle, porque el 10% ocupa puestos de jefatura, otro 10% hace labores de oficina y casi la cuarta parte de los restantes están suspendidos, incapacitados, libres o de vacaciones en cualquier momento determinado.
Esos oficiales tienen por prioridad atender accidentes, descongestionar las vías en horas pico y vigilar las carreteras más peligrosas. Según las autoridades del ramo, necesitan 2.000 agentes más para ejercer la supervisión adecuada. La escasez de personal es un problema real, aunque no faltan críticas a las ineficiencias creadas por la distribución de los recursos disponibles.
La Unión Nacional de Técnicos Profesionales del Tránsito (Unateprot) no niega la necesidad de contratar más personal, pero cree posible hacer más con una organización mejor planteada. La organización gremial critica el exceso de jefaturas y la mala asignación de los recursos. En el aeropuerto Juan Santamaría, por ejemplo, diez oficiales, tres de ellos con rango de jefatura, vigilan 800 metros de calle, pero en la zona norte del país solo hay 14 oficiales, de ellos cuatro de guardia y dos jefes.
Así se explica que las básculas instaladas en Cañas, Ochomogo y Búfalo de Limón para preservar las vías y evitar los peligros del sobrepeso solo sirvan para sancionar al 5% de los infractores. De 1.114 infracciones detectadas en diciembre, apenas 27 fueron multadas. No hay oficiales disponibles para confeccionar los partes. Así se explican, también, los demás abusos constatables a simple vista, no solo en la conducción, sino en los vehículos mismos, equipados con “roncadores” para hacer más ruido o modificados para participar en carreras clandestinas en plena vía pública.
Por certeras que sean las críticas a la organización de la Policía de Tránsito, la falta de personal es innegable, pero aumentar la planilla estatal en 2.000 plazas no es una decisión ligera. El resultado es un país donde la inseguridad vial persiste y la arbitrariedad de los conductores irresponsables no tiene límite, pese a las nuevas y fuertes sanciones de la ley de tránsito. El rigor del castigo, como lo hemos observado en otras oportunidades, no importa tanto como la probabilidad de ser castigado. Una ley draconiana, inaplicable por falta de vigilancia, es tan poco disuasiva como una ley laxa.
En las circunstancias, el recurso de la tecnología es cada vez más atractivo. Por eso merece aplauso la decisión del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) de recuperar el plan de vigilancia con cámaras. Si la aspiración se concreta, serán muchas más de las instaladas en el fallido intento inicial de incorporarlas al control de las vías.
El proceso marcha a paso lento. La directiva de Conavi votará el reglamento necesario la semana entrante y todavía falta precisar los aspectos financieros. La decisión final se adoptará a mediados de abril, aunque estaba programada para febrero, 15 meses después del fracaso inicial del sistema. A partir de la decisión fijada para abril, pasarán meses antes de la instalación de las cámaras y, conseguido ese objetivo, en los primeros seis meses la vigilancia electrónica estará dedicada exclusivamente al exceso de velocidad, no a las demás conductas reprochables, como los giros ilegales o la invasión del carril contrario. Además, habrá concentración de recursos en las principales vías.
La lentitud del proceso burocrático y el limitado alcance del plan inicial no impiden celebrar los buenos propósitos. La tecnología servirá para liberar recursos humanos con cuya participación la vigilancia podrá mejorar en otras rutas. Las cámaras no remedian la escasez de personal, pero contribuyen a paliarla.