Había una vez una joven que quería ser profesora de Español, quería ser la mejor en su área. Fue a la universidad, se preparó. Le encantaba la literatura, la linguística. Se preocupaba por cómo enseñar. Decía que los cursos de Educación eran insuficientes porque en ellos se hablaba de estrategias de enseñanza; pero ¿cómo enseñar el Poema XXIX de Ana Istarú? Eso no se estudiaba en ningún curso. “No importa” –pensó– “voy a ser la mejor”.
Y así fue. Disfrutaba dar clases; pero, poco a poco, fue descubriendo algo que hasta el momento no había pasado por su mente: dar clases, en realidad no era solo dar clases. ¡Qué curioso! Nadie nunca se lo había dicho. Dar clases era otra cosa.
Sí. Comenzaba a entender las huelgas interminables de los docentes, de ese montón de “vagabundos” a los que los medios de comunicación se referían con desdén. Empezaba a entender por qué varios profesores del colegio donde ella estudió estaban “locos”, todos se burlaban de ellos. ¡Claro! Comprendió por qué enloquecían los profesores. Comprendió que la literatura era muy bonita sí, y la gramática sí, pero' ¡cuál fue su sorpresa cuando descubrió que solo eran un pretexto, que todas las materias de educación secundaria eran solo eso: pretextos!
Dar clases: otra cosa. Pero' y sus preocupaciones acerca de cómo enseñar la materia de la mejor manera ¿no eran importantes? Definitivamente, no. Entonces, ¿cuál era su función? Dar clases era otra cosa. Aproximadamente el 90% de los adultos le decía: “Yo nunca leí El Quijote” y' ¡era verdad!, la mayoría de los costarricenses que termina la secundaria no lee El Quijote. Este texto encabeza la interminable lista de lecturas obligatorias que casi nadie ha leído' curiosamente esto no impidió que se graduaran (¡!). Algo estaba mal. ¿Será que los programas de educación secundaria están fallando? No lo sabía. De repente comenzó a caer la venda de sus ojos. Un día estando en el aula, le llegó una “circular”: “A más tardar hoy en la tarde hay que entregar los planes semanales”. Es cierto– dijo–, se me olvidó entregarlos porque entré a las siete, cuidé exámenes, di clases, me avisaron que una mamá estaba buscándome, olvidé que la había citado porque estaba pensando en el trabajo extraclase que no me dio tiempo de planear el fin de semana porque estuve revisando 200 exámenes; y cuando salí a atenderla me dijo que me iba a demandar porque le evalué a su hija en el examen interpretación de textos y ortografía y que la interpretación yo no podía evaluarla porque eso era algo muy personal y que a la ortografía le había dado mucho puntaje, y que ese tema no era importante; además la hija le había dicho que se sentía acosada porque durante el examen otra profesora que la cuidó estuvo muy cerca de ella y eso la atemorizó, y ella no se pudo concentrar y salió mal. Es más, ella iba a pedir una adecuación porque si se quedaba era culpa de los profesores.
No había que estudiar' Y así fue. La pidió y se le dio. Ese día, la profesora descubrió que el mundo estaba cambiando, ya no había que estudiar para salir bien, solo había que culpar a los profes y todo quedaba arreglado, el estudiante podía graduarse sin haber estudiado nunca. Recordaba viejos tiempos, casi nadie tenía adecuación y quien la tenía era evidente que la necesitaba. Hoy la mitad de un grupo tenía adecuación y la otra mitad no; a veces era más la cantidad de jóvenes con adecuación, que la población regular. ¿Será que algo en ella estaba mal? ¿Era ella la que no comprendía este cambio tan drástico en la educación costarricense? No.
Algo andaba mal. Mientras atendía a padres, firmaba circulares, asistía a reuniones de comités, anotaba en su bitácora el desarrollo de la lección (que se suponía estaba impartiendo al mismo tiempo que hacía todo lo demás), los estudiantes “trabajaban” solos en el aula. Ella se sentía mal.
Cuando daba la lección se sabía la mejor profesora, pero eso solo ocurría “cuando la daba”, porque muchas veces no la podía dar. Muchas veces entraba al aula aliviada de haber terminado las otras funciones (dentro del mismo horario de la lección), y una estudiante estaba llorando; la joven le contaba que su novio amado, el toda la vida, con el que había “jalado” casi dos meses, la había engañado.
Dar clases no es dar clases. ¿Cómo dejarla sola para ir a explicarle al grupo que Casa tomada era uno de los cuentos más maravillosos que tenían el placer de leer, si aquella joven sentía que su mundo se derrumbaba por un “amor” de un mes? Esto ¿dónde debían habérselo explicado? ¿En la Universidad? ¿Los cursos de Educación, que nunca le enseñaron cómo se planea para estudiantes con adecuación curricular? No existía un curso en la U que le dijera a ningún estudiante cómo trabajar una clase guía. No importa. Cualquier profesional lo logra. Pero alguien debió decirle que para resolver los problemas de sus grupos guías debía dejar de dar clases. ¡Dar clases no es dar clases! ' es pasar todas las noches y fines de semana haciendo planes, haciendo exámenes, revisando exámenes, sacando promedios, haciendo exámenes distintos para los estudiantes de adecuación, haciendo reportes para avisarles a los preocupados padres que sus hijos no se presentaron o que no hicieron la tarea. Es salir a las 2 y quedarse hasta las 5 porque hay reunión de comité.
'andan en el congreso. Es llegar a las 7 y salir a las 3 porque los afiliados de ¿? andan en congreso y yo no, pero igual tengo que cumplir horario. Es venir el lunes, que es feriado, al acto cívico porque es una función atinente al cargo. Es tener libre los miércoles en la tarde pero tener que ir de 7 a. m. a 9 p. m. porque hay bingo y esta es una función atinente al cargo. Dar clases ya no era dar clases, era envejecer antes de tiempo, era colitis, era estrés, era ausencia total de tiempo libre, era locura, era frustración. Era un profundo dolor al escuchar a alguien decir: “qué dichosa, usted sí tiene vacaciones”. Y entonces ¿qué hacer? ¿cómo decirle a un ministro deseoso de dejar una huella en la historia nacional que la respuesta es muy sencilla?: ¡Permítannos dar clases! ¡Permítannos llevar a la práctica todos los maravillosos postulados de los programas de estudio! Y, sobre todo, ¡dennos el lugar que nos merecemos! Somos profesionales. Queremos recuperar la autoridad que nos fue arrebatada. Queremos tener un salario digno, fines de semana libres y queremos dar clases en el horario diseñado para dar clases.
¡Qué descaro: salir a pasear! Había una vez unos profesores tan, pero tan vagos, que se atrevieron a pedir una distribución de su tiempo completo que les permitiera atender grupos guías, papás, hacer el plan anual, trimestral, semanal, minuta, hacer y revisar exámenes regulares, adecuación significativa y no significativa, revisar trabajos y sacar promedios, participar en comités, organizar actos cívicos, ayudar en bingos' y, por supuesto, dar clases. Y fue tal la vagancia de estos profesores que hasta tuvieron el descaro de llegar a soñar con un fin de semana libre para salir a pasear.