Carlos XII de Suecia supo que había crecido cuando descubrió que los límites de su país ya le quedaban muy pegados, como las camisas de niño que le regalaba su tía la archiduquesa. Ha de saberse que los infantes de verdad siempre tenían un castillo, un poni y una tía archiduquesa que los engordaba con helados y que les regalaba camisas tan feas que ningún rey se las habría puesto ni para subir al cadalso pues siempre hay un pintor realista trazando apuntes, y después uno queda horrible en el Museo de Louvre.
Ciertos reyes de antes eran como los chicos de hoy: un día, los agarraba el desarrollo, daban un estirón de geopolítica y empezaban a hacer la guerra para empujar las fronteras como quien roba jardín a los vecinos, los que, de todos modos, nunca lo necesitan como uno mismo, quien para eso es rey.
Algunos reyes no entendían para qué deseaban un país los otros si nunca lo usaban. En consecuencia, si de un manzano propio caía una fruta en el país del lado, el rey mandaba su ejército a recogerla, y de paso se traía al rey ajeno y algunas provincias del territorio adjunto como souvenirs del viaje.
Tales eran los reyes de antes; y, cuando Carlos XII supo que con el tiempo sería un rey de antes, hizo la guerra durante 18 años, lo que es la segunda forma de acceder a la mayoría de edad, pero matando gente.
Carlos el Duodécimo fue el último rey de una dinastía sueca que se entretuvo en el siglo XVII dando guerra y recibiéndola. In illo tempore , el mar Báltico fue una cancha navegable donde se dirimían cuadrangulares de muerte entre Suecia, Dinamarca, Prusia y Rusia.
En aquel tiempo, algunos reyes –muy pesados– insistían en hacer la guerra cuando los otros países ya querían irse a dormir.
Carlos XII fue el último rey sueco que alborotó a Europa con dimes y diretes de batallas. Murió en 1718 dejando a su país dotado de la odiosa fama de ser una nación pleitista; pero, tras su muerte, Suecia pasó a ser –hasta hoy– la monarquía democrática y pacífica de un pueblo culto, solidario y admirable.
Las personas, las naciones, pueden renunciar al señor Hyde y pasarse al doctor Jekyll; así desmienten el prejuicio de que existen “caracteres nacionales” invariables.
“Los escandinavos aterrorizaban a sus vecinos, pero hoy son uno de los pueblos más pacíficos del mundo”, escribe el filósofo argentino Juan José Sebreli ( El asedio a la modernidad , cap. VI). En 1984, en Kenia, en una horda de feroces babuinos, la tuberculosis mató a los matones. Hoy, ese grupo es apacible: “Utopía babuina” dice el biólogo Robert Sapolsky ( El instinto de la compasión , cap. III). ¿Fatalidad natural? Somos seres cambiantes y no estamos condenados a parecernos siempre a nosotros mismos.