Diezmada por los furiosos ladridos de Max , una profunda voz nos dice que pasemos, que ese perro gigantesco es inofensivo. La invitación proviene de una silueta enjuta que, al otro lado de la ventana, mueve las manos pesadamente animándonos a entrar. “Adelante, adelante, que Max no hace nada”, insiste, pero el gran centinela nocturno no cesa en sus ladridos.
Consciente de la situación, la silueta deja el claro de la ventana y lentos pasos nos traen, vestido con camisa de prisionero –líneas horizontales y blanquinegras– a José Sancho, un hombre de amplias libertades. “ Max es amigo”, confía el escultor con una sonrisa festiva, mientras acaricia al animal de acaso medio metro que cuida esta vivienda enclavada en Bello Horizonte de Escazú. “Esta es la morada-taller del escultor Sancho”, nos dice cuando cruzamos el umbral y nos acoge una ópera de Händel.
No era una noche particular para José Sancho: música y vino, algo de comida y quizá un libro. Cuando los ladridos de Max le anunciaron las visitas, se encontraba escribiendo un texto que seguramente acompañará una exposición de sus obras monumentales.
Escribía en el oscuro cuarto donde se anida su biblioteca. Una mesa rústica recibe la luz de una lámpara con brazo movible. Gruesos trazos completan cinco renglones sobre una hoja de papel. “Händel me permite escribir. Hay otros que me perturban”, y menciona a Beethoven.
En la naturaleza. Aunque no está formalmente organizada, en su biblioteca se distinguen algunas secciones. La primera de ellas comprende obras de arte foráneo. Aquí hay títulos sobre Constantin Brancusi, uno de sus escultores de cabecera. También aparecen Miguel Ángel, Leonardo y múltiples estudios sobre arte precolombino.
Más abajo, siguiendo los anaqueles que colindan con una persiana de madera (casi todo es de madera en esta casa: los pisos, los platos, los olores), se acomodan los títulos sobre la naturaleza. Quien conozca la obra de José Sancho no se asombrará de ello.
Sus esculturas absorben esencias de la selva . En el jardín de esta casa, el pasto y las flores conviven con huevos de piedra, con serpientes de metal, con felinos inertes.
“Siempre me han gustado los animales salvajes”, sostiene. ¿Los perros? “A Max me lo regalaron. No soy muy dado a los perros”, dice mirando al animal negro, que procura mantener a su amo a la vista.
La fachada de la casa es roja. Llama la atención ver una cabaña curvada en su punto máximo, llena de un tono que rompe el espíritu rústico. Al preguntársele por el color, nos señala una planta floreada de heliconias. “Ahí está la respuesta. La naturaleza te da la respuesta. El rojo es el color que va con el verde de las plantas”, sostiene.
En la tercera sección se acomoda al arte costarricense: ante todo, Francisco Zúñiga, acompañado de Francisco Alvarado Abella, Rolando Castellón, Néstor Zeledón, Jiménez Deredia y muchos otros.
Mencionarlos conduce a José Sancho a la galería que mantiene en una de las habitaciones del hogar, con cuadros de Rafa y Lola Fernández, Jorge Carvajal...
Los pocos libros de ficción que conserva lo acompañan en su recámara, en el segundo piso de la casa, al lado de una amplia colección de música. No le gusta atesorar ejemplares: solo guarda los que puede releer o los que no ha regalado.
Aquí hay clásicos como Miguel de Cervantes y William Shakespeare, y algunos contemporáneos, como Mo Yan y Murakami.
“He leído todo lo de Dostoiévsky y lo de Tolstói, y muchas cosas de Chéjov, Gógol, Gorki, Shólojov. Me gustan mucho los rusos”, sostiene Sancho, quien partió a las letras de la mano de Julio Verne y otros autores de aventura, cuando era un niño puntarenense que cursaba la secundaria en el Liceo de Costa Rica. “Casualmente retomé a Verne hace unos días y releí Viaje al centro de la Tierra”, dice.
También hay una sección de diccionarios. Se tacha de “deficiente” en asuntos del lenguaje. “Me cuesta mucho connotar y denotar los términos, aun en el idioma español”, admite con una risa irónica señalando el pliego de hojas sobre el que lleva trabajando.
Redenciones. Afirma que lo conmueve Neruda, cuyo Canto general , como sus piezas escultóricas, repasa selvas, ríos, rocas y símbolos de Hispanoamérica.
–¿Ha influido la literatura en su escultura?
–Yo diría que la literatura no influye en mi obra. Como la música, la disfruto, pero pienso que no influye. Los que influyen en mí son los artistas plásticos: qué sé yo...: Brancusi, los costarricenses... Los textos me llevan, me subliman, me redimen, pero nunca he pensado que un texto me inspire.
Ahora se las ve con Cuentos romanos , de Alberto Moravia, de quien piensa releer La Campesina . Probablemente lo hará en italiano, lengua que domina tras sus años de estudio y carrera artística en Italia. También lee en inglés. Le gusta ver sobre las tablas obras de Shakespeare en su versión original, mas antes debe repasar los textos para no caer en el desconcierto.
“Leo y releo. Hay unos que comienzo a releer, pero no puedo terminarlos, y hay otros que me fascina repasar, como El Quijote , del que episódicamente visito algún capítulo”, revela con su tono oscuro. Suele fijar la mirada sobre un punto. Parece no importarle cuando sus palabras se acaban. No se apresura en corregir el silencio, lo que a otros les parece incómodo.
También hay mucha música. Decenas de discos se apilan en anaqueles en los que no aparece ningún vestigio de melodías populares. ¿Ni Los Beatles? “No; solo música clásica”, resalta.
En esta acogedora vivienda suele pasar sus días. Vive solo desde hace 30 años. Se levanta con el alba, arregla el jardín, corre alrededor de la casa por una hora. Se prepara un desayuno y comienza a trabajar en el taller que levantó detrás del hogar. Su jornada suele extenderse hasta las tres de la tarde. Luego toma un baño, escucha música y lee. Así espera la llegada de la noche y, con ella, la cena y el vino.
–¿Se siente un ser pleno?
–Es difícil decirlo porque yo soy un ser humano permanentemente disconforme conmigo mismo y con el mundo, y esto me hace exigirme mucho y trabajar mucho. Siento que tengo satisfacciones y que, cuando trabajo, me redimo; pero no es que eso me tenga feliz..., aunque tampoco soy infeliz.
–¿Lo invita el país a estar disconforme?
–Yo del país no me entero. Estoy al margen de lo que pasa. No leo periódicos, no tengo televisión. Por ahí me llegan algunas ideas de cosas que sí son importantes, pero yo estoy de espaldas a la política. Soy un escultor y nada más.
Pasado y presente. José Sancho es economista. Al menos así dice en su currículum, pero lo cierto es que dejó de serlo hace 40 años, cuando descubrió que podía ser escultor.
En la casa de este economista no hay ningún libro de economía. Toda la biblioteca de esa especie la quemó. Solo salvó libros valiosos, que uno de sus hijos donó a varias universidades. “Textos de administración, informes, proyecciones, estadísticas, historia, matemáticas...: a todo eso le prendí fuego”, recuerda.
También cambió la indumentaria. Escondió los trajes y las corbatas. Ahora saluda con jeans y con zapatos lastimados. “Eso vino casi espontáneamente. Yo descubrí que podía hacer esculturas y comencé a hacer esculturas. No fue que tomara una decisión”, asevera.
–¿Ya no le interesa nada de la economía?
–Jamás, jamás. Yo trabajé mucho y trabajé bien en varias partes del mundo. Me gustaba el trabajo, pero, desde que encontré esta cosa. no me he detenido.
No sabe tan siquiera el porcentaje de inflación actual; quizá tampoco conozca el tipo de cambio a dos días de partir por un par de semanas a Machu Picchu; sin embargo, la empinada calle que pasa frente a su casa le da algunas pistas. Desde hace años, por aquí pasan carros con altoparlantes que invitan a realizar compras desde la comodidad del portón.
Dice que venden muchas cosas, pero fundamentalmente huevos de gallina. “Cuando comenzaron a pasar valían ¢1.000, y fueron subiendo de ¢200 en ¢200 hasta que hace poco llegaron a ¢2.000. Ahora valen ¢2.500. Ese es un índice de la inflación porque no es que los huevos valgan más, sino que los colones valen menos”, calcula medio en broma, medio en serio. Así se da cuenta de que todo es cada vez más caro: desde la pintura roja hasta el mármol, desde los libros hasta la música, desde el vino hasta el alimento de Max .