Cualquier duda que pudiera existir sobre la ineficiencia de nuestro Poder Legislativo tendría que haberse disipado ante el adefesio promulgado bajo el título de Impuesto a las Personas Jurídicas, Ley 9024 de 23 de diciembre del 2011. Presionados por las demandas de la presidenta y de su exministro de Hacienda, que reclaman más fondos y ante las dificultades que presentaba la tramitación del llamado plan fiscal, es probable que los diputados quisieron demostrarle al Poder Ejecutivo y al país en general que no eran indiferentes ante la supuesta crisis del Gobierno y aprobaron precipitadamente esa ley que, sin ningúm resultado positivo, vendrá a entrabar aún más las actividades económicas y de negocios de este atribulado país, ya sofocado por el enorme cúmulo de leyes, reglamentos y ordenanzas con los que los ciudadanos tenemos que lidiar continuamente en todas nuestras actividades.
Inequidad. El principal reproche a la ley es su inequidad: aplicar a rajatabla un impuesto a las sociedades, sin otra distinción que la que resulta del hecho de encontrarse activas o inactivas, resulta contrario a todo principio de justicia y de racionalidad y delata que el único propósito que animó a los legisladores fue el de aportar fondos al Estado monstruoso y despilfarrador que, desde hace varias décadas, nuestros gobernantes han venido alimentando, en un vano intento de solucionar los problemas sociales a base de más leyes y burocracia.
El segundo reproche es el de declarar a los representantes de las sociedades, solidariamente responsables del pago del impuesto, lo que es contrario a toda la teoría del moderno Derecho Mercantil, que establece una clara diferenciación entre las obligaciones de la sociedad y las de sus apoderados. Pero se ve claro que cuando de sacar dinero se trata, estas “sutilezas” les tienen sin cuidado a los “padres de la patria”, quienes, para ser congruentes con su exabrupto, debieron llamar a su creación “Ley de Impuesto a las Personas Jurídicas y a sus Representantes”.
Otro desacierto. Siguiendo con esta cadena de desaciertos, el artículo 5 de la ley le prohíbe al Registro Nacional emitir certificaciones de personería jurídica o inscribir ningún documento a favor de los contribuyentes de este impuesto, que no se encuentren al día en el pago del tributo. Es decir que, si el gerente de una sociedad adquiere, a título personal, un bien inscribible en el Registro, no puede consolidar su derecho por cuanto la sociedad que representa – de la cual tal vez ni siquiera es socio – está adeudando este sacrosanto impuesto.
La medida puede llegar a afectar incluso a terceras personas, pues si un acreedor de la sociedad debe demandarla por algún motivo, no podría hacerlo mientras el impuesto no haya sido cancelado ya que no podría acreditar ante los Tribunales la personería del representante de su deudora. A quien se le ocurra argumentar que el interesado en estos casos puede pagar el impuesto que le corresponde a la sociedad, habría que replicarle que es inconcebible e inmoral que las leyes obliguen a terceros a pagar deudas ajenas.
Finalmente, cabe preguntarse: ¿A qué serán destinados los fondos recaudados a costa de tanto entrabamiento y complicación? La propia ley nos lo aclara en su artículo 11. Un 5% será destinado a financiar los gastos correspondientes al cobro del tributo, y el resto sera invertido en programas de seguridad ciudadana y combate a la delincuencia. Es decir, puro “bla, bla”. Nada concreto y palpable. Una etapa más en este proceso de “hacer que se hace” para engañar a los ciudadanos, aumentar la burocracia y complicar aun más los trámites burocráticos ya de suyo complicados.
La insatisfacción con estos cuerpos deliberantes, llámense Congresos, Asambleas Legislativa o Parlamentos es de vieja data y se ha presentado, a través de la historia, en diversas latitudes. A fines del siglo XIX, el filósofo alernan Eduard von Hartmann decia en tono melancólico: “Desde hace tiempo nadie cree ya que la libertad del pueblo se halle garantizada en la forma de Gobierno parlamentario. Todo el mundo esta cansado del Parlamento, pero nadie sabe proponer algo mejor y la conciencia de tener que entrar en el nuevo siglo cargando con esta despreciable institución, como un mal inevitable, oprime el animo de los mejores”.
¿Cuántos de nosotros, al leer estas palabras, escritas en otro continente hace más de cien años, no estaríamos gustosamente dispuestos a hacerlas nuestras?