Un pronunciamiento de la Comisión Nacional de Prevención de Riesgos y Atención de Emergencias (CNE) publicado el miércoles en la página 25 A de La Nación, debió producir alarma. En síntesis, la publicación da cuenta del agotamiento de los sistemas de drenaje de aguas pluviales y la inevitabilidad de inundaciones urbanas cada vez más frecuentes. Advierte, además, sobre la aceleración de las escorrentías y los obstáculos existentes para la recarga de repositorios naturales.
El ritmo del crecimiento urbano supera en mucho el desarrollo de infraestructura de desague y su carácter desordenado obliga a adoptar soluciones aisladas y espontáneas que trasladan el problema a regiones localizadas aguas abajo. El alivio para las zonas urbanas inundadas, cuando se produce, consiste en evacuar las aguas lo más rápido posible, sin pensar en los efectos del súbito aumento del caudal corriente abajo y, tampoco, en la necesidad de la filtración natural para recargar los acuíferos.
Construimos sin ton ni son, impermeabilizamos los suelos con capas de asfalto y, luego, sufrimos inundaciones urbanas. Para mitigar los daños, cuando lo hacemos, drenamos el agua a toda velocidad, cáigale a quien le caiga corriente abajo, sin darle al líquido la menor posibilidad de infiltrarse en el suelo. Las escorrentías son mayores, más rápidas y violentas. Al mismo tiempo, las reservas disminuyen.
El desastre se insinuó ayer, ocurre hoy y se agravará mañana. Por lo hecho hasta ahora, solo queda aceptar las consecuencias. Las soluciones son costosas y difíciles de ejecutar. Un optimista las creería posibles en el mediano plazo. Hasta entonces, si el optimismo no nos traiciona, conviviremos con el problema y sus terribles costos humanos, sociales y económicos.
Es más factible prevenir el agravamiento del problema, pero eso depende de la existencia y aplicación de planes de reguladores del desarrollo urbano, en consonancia con eficaces normas de ordenamiento territorial. También hace falta respetar el destino del alcantarillado pluvial, del cual se abusa para conducir aguas servidas, desechos industriales y basura de todo tipo. La adopción de esas medidas urgentes no resuelve el problema ni hace el milagro de extender la vida útil de una infraestructura ya agotada. Eso es lo aterrador. En el futuro inmediato ni siquiera es posible vislumbrar la ejecución de las previsiones necesarias para disminuir el ritmo del deterioro. En ausencia de un enorme esfuerzo económico y un ejercicio de voluntad política de proporciones heroicas, estamos condenados. La CNE lo advirtió el miércoles con otras palabras, como para que dentro de unos días no le echemos la culpa.