Cuando las balas se llevaron a su hijo odontólogo, quien la ayudaba a comprar el alimento para los cuatro chiguines menores, doña Zoila Mendieta juzgó su salida de Nicaragua como inaplazable. Para asegurar la vida de sus otros hijos, huiría.
El mayor de la prole había muerto mientras hacía el servicio militar obligatorio instaurado en esa época, y muy pronto su joven hijo René, cumpliría los 18 años, edad a la que se tendría que enlistar.
Empezaba 1990 y, con el aparente triunfo de Violeta Chamorro en las elecciones venideras, se vislumbraba el fin de la revolución sandinista, pero el temor al servicio la mantenía intranquila.
Decidida, les explicó a los menores que irían a vivir a un país donde no había ejército. Eso sí, les advirtió que debían hacerle caso, porquetendrían que caminar mucho y era incierto lo que pudiera suceder al llegar.
Se fueron por tierra, guiándose por las torres de electricidad. El monte alto hacía difícil avanzar por la montaña, pero se detuvieron hasta que la noche cayó acompañada de un aguacero. Al día siguiente, la policía de frontera los sorprendió cruzando un río y los devolvió a su casa en Diriamba, al oeste del vecino país.
Lo intentó una vez más, dos, tres: “Yo estaba desesperada por salir”, recuerda la señora de 75 años, con esa tranquilidad que solo el tiempo concede.
Doña Zoila arribó a suelo tico en 1991. Después de tres intentos fallidos, ingresó por mar. Llegó abatida, con sus cuatro hijos, una valija con un cambio de ropa y ¢500 para sobrevivir.
Desde ese entonces, Migración le otorgó el estatus de refugiada, reservado para aquellas personas que han salido de su país debido a temores de persecución por su género, raza, religión u opiniones políticas.
Cuando llegó, no conocía a nadie ni poseía nada. Su único bien era el espíritu fuerte con el que ha sobrellevado tantos momentos difíciles.
En los inicios, mantuvo a su familia con el dinero del empleo en una iglesia y el aporte de ACAI (fundación implementadora de programas para refugiados ).
“No sentir nerviosismo es como estar en la gloria”, asegura. “Aquí he tenido todo”, dice doña Zoila, pese a que vive en un cuartito de 15 metros cuadrados, con paredes de lata y sin ventanas.
Le encanta contar chistes, pero no tiene gran audiencia: vive solamente con su hijo Aldo, de 48 años, quien tiene retardo mental.
Las enfermedades han frenado su ímpetu, y ahora se moviliza en silla de ruedas y depende de una bomba para el asma. Aún así, han sido 20 años de tranquilidad.