Los oradores deben tener buena voz, y duradera. Los oradores que se cansan de inmediato son como los programas de gobierno: se agotan pronto y nadie les hace caso.
La oratoria es un arte muy exigente pues solemos exigir a alguien que hable, y terminamos deseando exigirle lo contrario. Un discurso incompleto ha perdido algunas piezas oratorias.
Los oradores deben ser cuidadosos cuando piensan pues una idea puede matar una improvisación.
Como el Big Bang , algunos oradores anuncian eternidad y caos. Si consideramos a la vez al orador y al público, notaremos que la oratoria puede ser crimen y castigo. El orador es una persona muy cortés pues se niega a decir la última palabra. Cuando un orador pierde la voz, los tontos se la devuelven.
A veces coinciden los talentos, y, así, como orador y como gobernante, un mismo personaje es un maestro de la improvisación. Por su parte, el orador infinito, gárrulo y dolorosamente chistoso debería cortar-se su vena humorística.
Los discursos excesivos estimulan nuestro amor al prójimo pues nos hacen desear que el orador sea ya una persona acaudalada para que tenga dónde caerse muerto.
Cuando un orador empieza por declarar que no ha venido preparado, es el momento de prepararse.
Las visitas se parecen a los oradores en que comienzan en un mal momento, no tienen qué decir y tampoco saben cómo terminar.
Más por el sueño que por la admiración, los oradores nos dejan con la boca abierta. Ciertos discursos solo empiezan cuando terminan las ideas. La oratoria descosida ha perdido el hilo de sus palabras.
A muchos oradores se les confunden las conjunciones pues ellos suponen que se los aplaude cuando terminan, pero se los aplaude porque terminan.
Después de seis horas de oír un discurso ajeno, llega el instante de ponerse Neruda y exclamar: “¡Me gustas cuando callas porque estás como ausente!”. Algunas piezas oratorias nos hacen reconsiderar la idea de que el lenguaje es una característica que distingue a los humanos de los animales. Los discursos estimulan el turismo pues nos invitan a viajar a otra parte.
El orador que habla demasiado es una persona que tiene mucho futuro, pero es el nuestro. El orador desorientado e incesante es el eslabón perdido de la cadena perpetua.
Cuando Friedrich Nietzsche dejaba su filosofía, afirmaba cosas útiles. Así, en sus dispersos escritos sobre la retórica, Nietzsche solía insistir en que los discursos y los escritos deben ser claros:
“El orador no debe preocuparse solo de que se lo pueda comprender, sino de que se lo deba comprender ( Descripción de la retórica [1872]).
La claridad es más que cortesía: es la fe en que todas las ideas pueden comunicarse; es la fe en la democracia de la inteligencia; es la fe en que todos podemos participar de la cultura.