Adheridos al sofá y a las sillas circundantes como si nos hubieran encolado, ensimismados y sin pestañear, mis anfitriones y yo participamos en un culto colectivo de ritual idolátrico. El dios que nos congrega es vocinglero y luminiscente, experto en galvanizar atenciones a cambio de anular sentidos, maestro de ceremonias de un pacto fáustico invertido que envejece y atonta: Su Majestad la Televisión.
Observo el recinto. Las vigas del techo carcomidas e irregulares, el suelo de tierra parcialmente recubierto de loza descascarillada sosteniendo con estoicismo el sofá destripado y las sillas bamboleantes dispuestas en círculo para el ritual, las paredes desconchadas y pintarrajeadas por tramos, la mesa principal desvencijada amenazando desplome... nada de eso existe mientras dura la adoración.
La pobreza se vuelve anécdota ante la vomitera de imágenes, cuerpos, muecas, canciones, colores (sobre todo azul y naranja), ocurrencias descabelladas y las cuerdas vocales a punto de rasgar de dos presentadores que, arrebatados, se hacen eco de cada estupidez coreándola e instando al público a proceder de igual forma para mejor descerebrarlo.
De pronto, un alegre “¡hasta mañana!” – convencido de su capacidad de convocatoria cada 24 horas– rompe el hechizo, hace recobrar la conciencia a la mujer mayor del grupo que, como un resorte accionado por esas palabras abracadábricas, se incorpora de un brinco, apaga la pantalla con una sonrisa giocondiana (imposible saber si le ha gustado o no el espectáculo, abducida como nosotros) y nos comunica triunfante: “Es todo por hoy. Buenas noches”.
El resto tardamos algo más en asimilar la transición de la fantasía a las servidumbres de la materia: la pobreza vuelve a ser pobreza. Nos miramos con cierto deje de extrañeza, nos cuesta reconocernos habiéndonos ignorado compartiendo el mismo espacio por casi dos horas. Sin duda, lo más difícil es ver el gris por todas partes, ni rastro ya del bicromatismo otrora reinante.
La revista dominical “Teleguía” (LaNación) del 4/03/12 titulaba una de sus crónicas “Combate, ¿apto para niños y jóvenes?”, exponiendo, entre bromas y veras, la idoneidad de ese programa para un sector determinado de población –el más vulnerable– habida cuenta de la batería de dislates con que son inmisericordemente bombardeados por parte de sus protagonistas. A pesar del tono jocoso, introduce un debate muy serio.
Instrumento hipnótico. Escandalizarse por la devota consagración al monumento de la antología del disparate no ha lugar: cada línea, cada frase, aun más, cada verbo, están perfectamente estudiados. Los mal llamados “reality shows” no tienen absolutamente nada de realidad: todo está coreografiado al dedillo, pautado y acordado de puertas adentro (incluso el juramento de que todo es fresco y espontáneo). La estulticia vocacional requiere, forzosamente, de agarraderas, no sea que por accidente pise en falso algún bache de ingenio o de sentido común y decepcione a la audiencia. El entretenimiento tiene que ser festivamente grotesco, a juego con el maquillaje caliginoso de un envilecimiento que, por celebrado, aparenta serlo menos.
Más allá del programa de marras, la televisión es un instrumento hipnótico expresamente concebido para aborregar a las masas, esto es, para moldearlas como barro húmedo al servicio de los intereses de quienes dominan los medios, y, por ende, las mentes expuestas, sin filtros críticos, a su influjo. La idiotización es una estrategia sesuda y deliberada. Sin embargo, si para pelear hacen falta dos, para idiotizarse también: sin interlocutores que le den cuerda, la televisión –su sistema forjador de valores– no es nada. He ahí nuestra tabla de náufragos.
En el interesantísimo ensayo “Los logócratas” (ed. Siruela, 2003), George Steiner rescata una aseveración fulminante de Joseph de Maistre –fallecido 109 años antes de que el primer modelo de televisor se comercializara– que refleja fidedignamente lo que estamos padeciendo: “En efecto, toda degradación individual y nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje”.
Así las cosas, el recurso del vocabulario soez –o, peor aún, la preocupante falta de vocabulario que se cura leyendo y conversando, no en silencio ante la procesión de rayos catódicos–, la obscenidad de las expresiones y la irresistible tendencia a aderezar cualquier atisbo de sintaxis con insultos, groserías e imprecaciones varias, constituyen, por derecho propio, un arma de control social que veja y minimiza a la persona para que, sometida al embrutecimiento como rutina, no oponga resistencia a futuras humillaciones que tal vez no se desarrollen en el confortable cuadrilátero del salón de su casa.
Según la empresa de investigación de mercados Nielsen, el estadounidense promedio pasa más de 4 horas diarias frente al televisor, el equivalente a una década completa de lavado de cerebro llegado su 65 cumpleaños (no es de extrañar, por lo tanto, que los ciudadanos de ese país votasen por Bush Jr. nada menos que dos veces, ni que sigan creyendo en el cuento democrático gobernados como están por un régimen oligárquico severo camuflado de alternancia de partidos).
La amnesia consentida tiene un alto precio que urge recordar: el pacto fáustico invertido al que aludía en el primer párrafo (por lo menos el personaje de Goethe tuvo sus ratos divertidos en el mundo real, no frente a una caja electrónica). El pago se exigirá más allá de justificaciones y de deudas anímicas sustrayendo el razonamiento y el buen juicio. Noam Chomsky da en el clavo al advertir que el poder establecido necesita desesperadamente fabricar consenso a través de propaganda para “domesticar al rebaño perplejo”.
Quizás es tiempo de dejar de balar. Quizás es tiempo de apagar la televisión, o, mejor, de deshacerse de ella: así se vence por K.O. técnico en el combate contra la inteligencia.