Llegó a Costa Rica a pasar unas vacaciones de dos semanas, pero ya han transcurrido 19 años y sigue aquí.
Fue amor a primera vista: lo sedujeron las montañas, el paisaje, la ausencia de ejército, la calidez de las personas y el mar, sobre todo el mar...
Cada vez que recuerda su llegada, la piel se le pone de gallina, nos confiesa Marc Hauser, un estadounidense de 53 años, radicado en playa Hermosa, en la provincia de Puntarenas.
“Llevaba tres días aquí cuando decidí quedarme para siempre; llamé a mi esposa y le dije que se viniera. Ella me preguntó ‘¿qué pasa si no me gusta?’, pero yo le dije que no se preocupara, que le iba a encantar”, cuenta Hauser, quien tiene la clásica pinta de surfista: pelo largo y despeinado, figura espigada y cara de relajación extrema .
Tan convencido estaba de que quería residir en las playas del Pacífico costarricense que, en ese mismo lapso de tres días, pagó la no reembolsable suma de $500 (significativa cifra en 1992) como adelanto por una propiedad, pese a desconocer de qué iba a vivir aquí y cómo iba a desprenderse de sus responsabilidades en su natal Florida.
Al final, todo marchó sobre las olas. Sus dos hijos pequeños, de dos y cuatro años, vinieron junto a su esposa; al poco tiempo tuvo otro retoño y, más recientemente, se convirtió en abuelo.
Hauser cuenta todo esto desde la oficina de su restaurante
Lo hace en inglés, pues pese a los años, aún no domina el español, pero sobre todo lo hace con emoción y una sonrisa en su rostro; él sabe que está relatando la historia de cómo alcanzó el sueño de su vida, el “sueño Tiquicia”.
Mientras el llamado “sueño americano” consiste en ir a partirse la espalda a Estados Unidos para enviar remesas o ahorrar mucho dinero, el “sueño Tiquicia” es escapar de las grandes y caóticas ciudades, así como del estrés laboral, para establecerse en una relajada playa o en un bosque costarricense.
Al igual que Marc, muchos europeos y norteamericanos se ven seducidos por este ideal, atrapados por el trinomio de buen clima, gente amistosa y naturaleza exuberante.
Para la familia Tivalaho, el “sueño Tiquicia” implicó escapar del terrible frío y la oscuridad de Finlandia para gozar de la arena y el sol de playa Hermosa, Conchal y Ocotal, en Guanacaste.
En ese país europeo, vecino de Rusia y Suecia, el invierno dura cuatro meses, período durante el cual el sol solo alumbra seis horas y la temperatura pueda descender a 30 grados bajo cero.
Integrada por los padres –Laura (38 años) y Timo (40)– y los hijos, Risto (9), Tuomas (7) y Jaakko (5), esta familia reside en Costa Rica desde diciembre pasado y, hasta el momento, no tienen boleto de regreso.
Timo cuenta que tanto él como su esposa requerían descansar de sus empleos de oficina y pasar más tiempo con sus pequeños. Él trabajaba en un banco y ella en el Departamento de Seguridad Nuclear.
Costa Rica fue el destino perfecto pues, aunque está a 24 horas de distancia en avión, ofrece, además de sus atractivos naturales, estabilidad política y buenas opciones para la educación de sus hijos, según lo valoraron Laura y Timo en ese entonces.
Viven de sus ahorros y aunque saben que, tarde o temprano, el dinero se les va a acabar y deberán volver al trabajo, tratan de disfrutar de la naturaleza y de la vida sin prisas ni tensiones.
“Aquí aprendí a caminar despacio y a disfrutar del atardecer”, comenta Laura, quien, al igual que el resto de su familia, es de piel blanca, ojos claros y cabello rubio, un fenotipo opuesto al del “guanaco”.
Risto, el mayor y más hablantín de los hijos, reconoció que la adaptación ha sido compleja, pero que vale la pena solo por ver los “grandiosos” volcanes, ya que en su tierra natal no existen.
Los Tivalaho ya hablan algo de español, aunque en la escuela y con sus amigos se comunican en inglés, pues el finlandés es incomprensible por estos lares.
La cordialidad de los ticos es otro de los elementos que enamoran a los extranjeros.
El italiano Marco Botti elogia el estilo “pura vida”. “Todo se lo toman con calma. Los despiden del trabajo y siempre están pura vida, son buenas personas, acogedoras”, dice.
Amante de la pesca, este originario de Parma e ingeniero de formación, reside en Cahuita, Limón, desde hace 15 años, luego de que en unas vacaciones quedara “impactado” por la tranquilidad del lugar y el arrullo del mar, aunque confiesa que la burocracia nacional lo saca de quicio.
Le gustan tanto los ticos que se casó con una, Leda Villaporras –sempiterna promotora del turismo del Caribe Sur–, con quien ya tiene dos hijos.
A sus 56 años, Marco administra su propio restaurante y a veces cocina platos típicos italianos. Su “oficina” es una hamaca que pende de dos palmeras a la orilla del mar.
Para Sophie Andrieux, la calidez humana también fue esencial cuando decidió dejar su vida en París, Francia, para empezar de cero en Costa Rica. Ella reside desde hace 13 años en Cocles, Limón, en una casita rodeada por la jungla.
Según dice, en su actual domicilio hay “valores humanos” que ya no se encuentran en las grandes ciudades.
“Los ticos son amables, siempre tienen tiempo para ayudar y para conversar; los parisinos son más fríos, individualistas y elitistas”, relata la mujer de 50 años, fotógrafa profesional.
Andrieux dice no extrañar la magia de la Torre Eiffel, los Campos Eliseos o Montmartre, pues acá tiene naturaleza exuberante, tucanes y guatusos.
“Yo ya no soy de allá, soy de aquí; cada que vez que me ausento es como si me sacaran el corazón”, dice la fotógrafa ambientalista, quien está por publicar una revista titulada
La neoyorquina Tanisha Elliot siente esa misma identificación. Desde enero vive en playa Hermosa, Guanacaste, pues quiso cambiar
Elliot, de 32 años, es profesora en una escuela privada y quiere echar raíces en Tiquicia.
“No podría volver a vivir en Nueva York, es un buen lugar para visitar, pero nada más. Cuando me voy de Costa Rica y regreso, siento como que estoy volviendo a casa, a mi hogar”, asegura.
Marc Hauser, por su parte, dice no extrañar nada de Florida y sostiene que no tiene entre sus planes volver, que está muy feliz con el mar de Puntarenas.
“Aquí siempre hay buenas olas y el agua siempre está tibia. Si existe un paraíso, debe ser este”, asegura.
Pero no solo elogios tienen estos extranjeros para los ticos, ellos lanzan alertas y una seria advertencia: “Cuiden lo que tienen, que lo pueden perder”.
Marco Botti denuncia que esa imagen de que en Tiquicia todo es verde y pura naturaleza está en riesgo debido a la tala ilegal y a la contaminación de los recursos naturales.
“Las piñeras utilizan plaguicidas que en Europa están prohibidos desde hace 20 años y nadie hace nada; además, hay mucha deforestación”, manifiesta.
De igual forma, Marc Hauser advierte acerca de cómo lo natural va perdiendo terreno ante lo artificial. “Todo se está comercializando de forma negativa, se piensa en generar dinero pero se olvidan del ambiente”, sentencia el norteamericano, al tiempo que critica la influencia de Estados Unidos en el país.
“Le pongo el ejemplo del Tratado de Libre Comercio: se privilegia a unos pocos, a los adinerados, pero a los pequeños se les perjudica en todo: turismo, producción agrícola...”, explica.
Sophie Andrieux se muestra sumamente preocupada por el peligro en que se encuentra la naturaleza. “Hay mucha codicia, avaricia y ambición en torno al medio ambiente; antes no era así, hay que preocuparse”.
Como solución, proponen a los ticos trabajar en conjunto, en comunidad, para preservar las bellezas naturales. Ellos mismos se han involucrado en movimientos ambientalistas, en beneficio del turismo de pequeña escala y en contra del de alta densidad, el de los grandes hoteles.
“Los ticos están bendecidos por Dios, pero hay que proteger la naturaleza, defenderla. ¡Ticos, pónganse las pilas!”, exclamó la francesa, quien, como curiosidad, citó que una transnacional de telefonía se apropió del eslogan “pura vida” para su campaña.
Estas llamadas de atención las hacen con la finalidad de que el “sueño Tiquicia” perdure, no vaya a ser que empiece a desvanecerse hasta convertirse en espejismo.