Con una premura diferente de la que se esperaría de un caballero de su elegancia y amabilidad, Mathieu Fabert compra el tiquete de tren que lo ha de sacar de Sevilla y devolver a París. Llega a su casa –por la que parece haber pasado un huracán–, hace el equipaje en un suspiro y arriba a la estación.
Mathieu fuma un pitillo a la espera de que el tren arranque. Ve llegar a una mujer, cuya belleza no es ensombrecida por un ojo morado y una venda en la frente. Azorado, pide al servicio una cubeta de agua, que lanza sobre la cabeza de la mujer cuando esta lo encuentra y le reclama haberla abandonado.
El comportamiento de Mathieu no es bien visto por sus compañeros de viaje, “gente bien”, como él. Para justificarse, relata la cadena de acontecimientos que lo llevaron a ese grosero acto: “Creo que es mejor empapar a alguien que asesinarlo”. El largo
Testamento de un genio del cine, narrador de inolvidables historias y creador de imborrables imágenes en España, Francia, México y los Estados Unidos,
Como ellos, Mathieu es un sujeto decadente, preso de la etiqueta y de las llamadas buenas costumbres, capaz de los actos más egoístas y ridículos cuando peligran sus deseos o comodidad, como también pasa con los personajes de
La desgracia de Mathieu –una prueba para sus frágiles valores– comienza al conocer a Conchita, la mujer sobre la que después arrojará una cubeta de agua fría. La conoce en casa de su primo, un respetado magistrado, donde ella trabaja como criada.
Encantado por la muchacha, y seguro de poseer el encanto de la billetera y el abolengo, el maduro galán pide su presencia en la recámara e inicia un ritual de conquista.
No obstante, el gato, de viejo, se ha convertido en un ratón y es fácilmente cazado. Conchita es hermosa, violenta e impredecible; de ella, Mathieu recibe besos y juramentos, así como la demanda de dinero para sus amigos y para su madre, quien se presenta como una mujer piadosa. Repetidas veces, su marchita masculinidad es afrentada: nunca es posible la relación sexual porque ella porta un cinturón de castidad que resiste a su maña y fuerza.
Bailarina en un cabaret, Conchita le dice que va a descansar; sin embargo, unos minutos después, Mathieu la descubre bailando flamenco desnuda para un grupo de turistas japoneses. Solo por incordiarlo, ella deja que él la vea por la ventana mientras comparte besos y caricias con el que antes presentó como su primo.
Mathieu Fabert sufre una prueba después de la otra, se hunde en el ridículo, grita y la abandona, pero vuelve en cuanto ella aparece y promete cambiar. Está enfermo de
Sin dejar de residir en México, a partir de los años 60 volvió a Europa, donde dirigió filmes tan apreciados como
Estos son relatos que recuperan las intuiciones surrealistas de los años 20 y 30, e incluso pasajes de sus textos literarios de juventud. También se sugieren sus lecturas, como la novela
Louÿs fue un escritor escandaloso y popular en la Francia de la
Este recurso –debido a un problema con la primera actriz escogida y gracias a la ayuda de dos inspiradores martinis– permitió “expresar” a un personaje inexplicable para Mathieu y los espectadores.
Sin embargo, Conchita no es una mujer. Su comportamiento, aunque parece en principio perverso, carece de psicología o lógica. Carece de humanidad: es una fuerza de la naturaleza, que es catastrófica por impredecible, y que existe solamente para malograr la vida de Mathieu.
La presentación de las mujeres como un misterio es una forma de misoginia. Esta característica de la cinematografía de Buñuel no merece disimulo ni disculpa. La mofa a los burgueses es tan rotunda como su aversión a lo femenino.
Al comenzar el relato, cuando Conchita aún no ha aparecido pero es evidente su paso por la casa de Mathieu, el mayordomo repite una frase de Nietzsche: “Cuando vayas con mujeres, no olvides el látigo”.
La mujer no es el único misterio en
Buñuel desdeñaba las figuras de Dios y de la ciencia porque negaban la imaginación y el azar. Este azar –ajeno a la voluntad de los protagonistas y a su grotesca historia– encuentra materialidad en