Dueño de los negocios y de las mejores tierras de la región, Andrada está detrás de la compra de las magras propiedades de los pequeños productores de lana. Intrigado por ello, a su finca llega Mario Dominici, educador y líder cooperativista.
Dominici se entera de que esas tierras serán expropiadas para construir una represa y de que Andrada recibirá un precio muy superior al que paga a los propietarios, que se mueren de hambre.
Indignado, Mario decide revelar el negocio. Cuando está por partir, Andrada le increpa: “Se me quedó en la utopía, maestro”. La elocuencia es característica en los personajes de Adolfo Aristarain: suelen dar respuestas seguras, elegantes, ingeniosas; sin embargo, es muy distinta la rabiosa réplica: “También le voy a decir que es usted un reverendo hijueputa”.
En otro pasaje de Un lugar en el mundo (1992) –candidata al Oscar a la Mejor Película en Lengua Extranjera–, Mario reconoce que la guerra por la justicia social se ha perdido, pero “por lo menos podemos darnos el lujo de decir que ganamos una batalla”. No está solo: lo acompañan su esposa Ana y su hijo Ernesto, así como sus amigos Nelda y Hans.
Cada uno a su manera, son personajes aristainianos: sobrevivientes de las utopías de izquierda; no renuncian a ellas, aunque sea gracias a pequeñas luchas o revanchas, o simplemente mediante su resistencia a aquellos que detentan el poder.
Uno de los cineastas argentinos de mayor relevancia en los años 80 y 90, Adolfo Aristarain (Buenos Aires, 1943) ha dedicado sus películas al idealismo que ha sobrevivido al desencanto político. Con una filmografía clásica en lo formal, Aristarain insiste en temas que se ocupan de un solo asunto: la recuperación de la utopía social.
En Un lugar en el mundo, Mario libra su batalla al formar una cooperativa de pequeños que compite con los grandes, especuladores con el precio de la lana.
El protagonista de Tiempo de revancha (1981), Pedro Bengoa, prefiere ir a un juicio que ponga en aprietos a una transnacional, antes que aceptar un arreglo económico que compre su conciencia.
Martín, un joven de 19 años, hijo de un marchito exmilitante de izquierda, vuelve desde el próspero Madrid al Buenos Aires deshecho por el desencanto y la corrupción, para buscar las razones por las que vale la pena vivir, en Martín (Hache) (1997).
En Lugares comunes (2002), Fernando y Lily responden a las penurias económicas de su forzosa jubilación con la fundación de una utópica finca en el campo.
El precio de un hombre. En todas las historias de Adolfo Aristarain, el protagonista o sus allegados reciben una oferta de comodidad material a cambio de su pasividad o su silencio. A veces están cerca de aceptarla, para finalmente caer en la cuenta de que aprecian más la dignidad.
Al comenzar Tiempo de revancha, Pedro ha pagado para que maquillen su currículo y borren su pasado sindicalista. Así aspira a trabajar como dinamitero en una empresa de extracción de cobre.
En la entrevista en la que se decide su contratación, preguntan a Pedro si ha participado en sindicatos; responde: “La política es para los políticos. Pagan, yo trabajo: lo demás no importa”.
En la cantera, Pedro topa con otro antiguo sindicalista, quien le propone fingir un accidente y recibir una indemnización. Le explica que la empresa no ha encontrado cobre, pero efectúa las excavaciones e irrespeta las normas de seguridad para mantener engañados a sus inversionistas.
Al principio, Pedro se resiste. Sin embargo, lo deciden el haber presenciado la muerte de dos de sus compañeros, el aceptar una “bonificación” a cambio de su silencio y, especialmente, la muerte de su padre. Al fin, cuando su abogado ha conseguido un buen acuerdo (medio millón de dólares), Pedro escoge ir a juicio. Sobre una pizarra, pues finge estar mudo, escribe: “No estoy en venta”.
Tiempo de revancha se estrenó cuando los militares estaban en el poder. La resistencia del protagonista, su terca mudez, era la de todo un pueblo obligado al silencio. Con el mismo silencio que el autoritarismo impone a los pueblos, Pedro, antiguo dirigente obrero, lograba su revancha.
En la siguiente década, Aristarain realizó filmes que, al igual que Tiempo de revancha, disfrazaban los temas políticos con una historia de suspenso. En los años 90 se decide por el estilo que lo caracterizó: una puesta en escena austera, al servicio de las ideas y el verbo.
Encontrar un lugar. En los diálogos, Un lugar en el mundo explicita que es un filme de 1992. Ha caído el muro de Berlín y, con él, el castillo de naipes de las utopías socialistas.
Como Mario, Hans tiene una lectura amarga del presente: los primates ganaron, la fuerza bruta se impuso a idealistas como Cristo, Marx y Bakunin. Ahora, en este mundo sin solidaridad, “cada uno, a su árbol y a luchar”, resume Hans con triste ironía. Desde esta certeza batallan.
Andrada terminará saliéndose con la suya. Hans partirá, como también Nelda, Ana y Ernesto. Mario permanecerá, para morir muy pronto de un ataque al corazón; pero sus sueños no morirán con él: el muchacho volverá para visitar su tumba. Lo envidia: Mario encontró su lugar en ese pueblo miserable luchando contra los molinos de viento. Se pregunta y se responde: “¿Cómo hace uno para saber cuál es su lugar? Supongo que cuando esté en ese lugar y no me quiera ir”.
En Un lugar en el mundo, Aristarain dejó a Ernesto con 20 años y la tarea de encontrar su lugar. Este es el punto del que parte el joven protagonista de Martín (Hache), su siguiente filme.
El muchacho vive en Buenos Aires, no trabaja ni estudia y está cerca de morir por una sobredosis de drogas. Desde España debe volver su padre, Martín Echenique, un guionista y director de cine parcialmente retirado. Se lo lleva a Madrid a pasar unas semanas que quizás se transformen en el resto de su vida.
Papá es un hombre que renunció a la utopía: mantiene una postura crítica del mundo y fuma un puro de mariguana por las noches, pero está convencido de que la exis-tencia es una larga resignación, y pretende convencer de lo mismo a su hijo.
Tiempo de revancha y Un lugar en el mundo aludían al saqueo de la Argentina por parte de militares y políticos y daban las razones del exilio. No obstante, ninguna lo hacía de manera tan directa y poco cinematográfica como lo hace Martín (Hache) a través del personaje del padre.
Sin embargo, lo que piensa papá no lo cree el hijo, quien decide regresar a Buenos Aires, aunque todavía no tenga muy claro a hacer qué. En su despedida está el vitalismo poco racional, pero valiente, que caracteriza a los personajes de Aristarain.
Los mismos lugares. Profesor de literatura, Fernando es obligado a retirarse en una de las cíclicas crisis económicas argentinas. Comienza entonces el proceso de caída y reconstrucción de una vida, que es la oportunidad para conocer la utopía de una pareja feliz. Su esposa, Liliana, es una compañera inmejorable, y la voz en off no escatima frases de homenaje para ella.
El matrimonio compra una “chacra” en el campo, a la que llaman 1789 y en la que pretenden realizar el proyecto inconcluso de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Aristarain se otorga una gran libertad para exponer ideas con respecto al país, la existencia y la utopía social porque la narración es dirigida por un personaje que escribe sus memorias.
Con todo y su verbo excesivo, Adolfo Aristarain es uno de los más importantes realizadores de la Argentina y de Latinoamérica.
Sus filmes, entretenidos y sensibles, testimonian más de dos décadas de la historia de su país y de América Latina. Además, sus personajes son prueba de una utopía que se niega a desaparecer, que sobrevive como resistencia.
El autor es profesor de Apreciación de Cine en la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica.