Gabriel García Márquez dijo de la obra más ambiciosa de Carlos Fuentes, Terranostra (1975), que se necesitaba una beca para leerla. Fue tanto un elogio desmesurado como un ejercicio de ironía sobre la portentosa capacidad de su amigo. Terranostra no solo fue la novela más extensa de la literatura latinoamericana hasta 2666, del chileno Roberto Bolaño, sino la summa fabularum de la visión universal de Fuentes. Las civilizaciones precolombinas, mediterráneas e iberoamericanas en un decadente canto homérico, la novela total de un ciclo de meganovelas que, como Cien años de soledad, quisieron volver al origen del mundo y crearlo con palabras nuevas.
Vi a Carlos Fuentes el 1.° de mayo, durante la Feria del Libro de Buenos Aires, y radiaba una juventud asombrosa. A pesar de la muerte de sus dos hijos, había rejuvenecido, aplicado a la dura disciplina de sobrevivir. Como el maratonista verbal que siempre fue, corredor de larga distancia en la vida y la literatura, acababa de terminar una nueva novela, Federico en el balcón, de la que habló entusiasmado, pero dedicó su conferencia a su último y brillante libro, La gran novela latinoamericana.
Lo hizo de pie, media hora de puro músculo y mirada penetrante, leyendo sin dejar de improvisar, apartándose del texto escrito cuantas veces quiso, retomando en el aire el hilo de lo dicho sin tropiezos ni dudas, con el magnetismo personal y maestría estilística que lo volvieron famoso en todo el mundo. Si bien carraspeó en algunas oportunidades, jamás le temblaron las manos, ni la voz, y hasta se permitió balancearse en el podio y brindarle al público algún movimiento de sorprendente agilidad. Con los ojos inquietos, vigilantes, persuasivos, parecía dueño de su propia inmortalidad.
La gran novela latinoamericana (2011) completa el ciclo que Fuentes abrió en 1969 con su primer ensayo, La nueva novela hispanoamericana, cuando le dio cuerpo teórico a lo que después se conoció como la generación del boom. El narrador mexicano avizoró que un puñado de obras extraordinarias, entre las que se encontraban las suyas y las de García Márquez y Vargas Llosa, como ejes centrales, estaban destinadas a cambiar la literatura del siglo XX.
A sus 40 años, Fuentes ya era el narrador épico plenamente consolidado de La región más transparente (1958), que medio siglo después sigue siendo el gran espejo múltiple de la ciudad de México, y La muerte de Artemio Cruz (1962), la cual sintetiza los recursos técnicos e innovaciones introspectivas de la narrativa moderna. Sin embargo, en 1967 publica dos títulos, Zona sagrada y en especial Cambio de piel, que ponen en crisis sus modos de narrar y anuncian lo que será una constante en su obra. A partir de ahí, Fuentes propone en cada libro una literatura de ruptura permanente, que, aunque fracase, no dé nada por dicho ni dé tregua al lector, que a cada instante se lance al vacío y se coloque a la altura del Nuevo Mundo.
800 páginas. Este proyecto se concreta ocho años después en el exceso barroco de Terranostra, una novela de 800 páginas que quiere reunir en un solo tiempo y lugar, a la manera de un gran canto general, toda la continuidad cultural que él mismo llama Indo-afro-latino-amé-rica.
Esta ambición narrativa –La edad del tiempo, como él la denomina– nace de su convicción de que el pasado está vivo, reproduciéndose en el presente y engendrando la posibilidad del futuro: “Sabemos que nada tiene principio ni fin absoluto. A veces pienso que México posee una visión renacentista permanente que no acepta la tiranía de la Razón ni la tiranía de la Fe –nuestros extremos– sino que celebra incansablemente la continuidad de la vida, múltiple, portadora del pasado que nosotros creamos, inventora del porvenir que nosotros imaginamos”, dice en Los cinco soles de México (2000).
Para él, que escribió al principio de La región más transparente una de las mejores definiciones de su país (“En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”), como para otros grandes escritores barrocos, como el cubano Lezama Lima, solo esta perspectiva totalizadora, diversa y sincrética es capaz de superar las enormes diferencias y desigualdades que sufre Latinoamérica. Idéntico afán lo llevó a investigar y realizar su ensayo más importante, El espejo enterrado (1992), que originalmente fue una serie de televisión escrita y presentada por él para el Quinto Centenario de América.
Subtítulo. En 1947, William Faulkner, cuya literatura obsesiva, incestuosa y gótica marcó a fuego la narrativa latinoamericana, dijo de sí mismo y de los demás escritores de la generación perdida norteamericana que habían fracasado al no haber estado a la altura de sus modelos literarios.
Rescató a Thomas Wolfe, sin embargo, “el mejor fracaso porque fue el que tuvo más valor”. Entre los autores del boom, este papel lo jugó Fuentes, quien lo supo todo, lo dijo todo y lo escribió todo, arriesgándose a incursionar en todos los estilos y géneros narrativos, desde la épica del Nuevo Mundo y la novela social hasta el relato experimental, la literatura fantástica y la intriga política.
Su obra contempla lo inmensamente grande, como la mencionada Terranostra, y la perfección minimalista, no exenta de complejidad, de Aura (1962), tal vez su texto breve más famoso, y de novelas cortas como Gringo viejo (1985), La campaña (1990) o El naranjo (1993). Intuye, explora y en ocasiones agota los temas, escenarios y tratamientos que la literatura latinoamericana recorrerá después de él al ir del realismo cinematográfico de La región más transparente a historias de vampiros y fantasmas.
La cabeza de la hidra (1978) es una de las primeras aproximaciones modernas a la corrupción del sistema político así como las narraciones de La frontera de cristal vislumbran los gigantescos desafíos del México actual: las mujeres muertas de Ciudad Juárez, el narcotráfico, las masacres y las relaciones con Estados Unidos.
En lo que tal vez fue su única novela de “no ficción”, cercana al relato autobiográfico en clave, Diana o la cazadora solitaria (1994), Fuentes se hunde en la narrativa transgenérica que predomina en el siglo XXI al igual que en su última novela publicada, Adán en Edén (2010).
Otros títulos, como el profético Cambio de piel, El naranjo (1993) y la larga saga familiar Los años con Laura Díaz (1999) se cuestionan sobre la construcción de la identidad en un mundo de identidades inclusivas.
“Pluralidad de voces, simultaneidad de tiempos, diversidad de miradas”, como él mismo mencionó en su conferencia final, en Buenos Aires. ¿Cuántos Fuentes hubo: uno o muchos? Uno y muchos, que las lecturas y relecturas multiplicarán al infinito.