El sufrimiento es, por encima de todos, el agente más efectivo de sensibilización del ser humano. A quien sufre una experiencia dolorosa, la mente se le vuelve más perceptiva y el corazón más compasivo. O dicho de otra manera: la piel se le esponja, se vuelve porosa ante toda forma de dolor ajeno.
Por eso no es coincidencia que muchísimos –tal vez la mayoría– de los proyectos, organizaciones e iniciativas de ley cuyo fin específico es prevenir o paliar algún tipo de desgracia, de enfermedad o de injusticia, hayan sido creadas por quienes han padecido la tragedia o el infortunio en carne propia. Estas personas, además de sensibles, son valientes y resueltas. Logran convertir el dolor en acción constructiva y positiva, para que otras personas sufran menos que ellas o no tengan que sufrir del todo. Ese proceso es, a la vez, muy sanador para quien lo emprende. Es decir, genera una situación ganar-ganar.
Pero no es sensato esperar, ni mucho menos desear, que todos y cada uno de nosotros tengamos que pasar por una tragedia para convertirnos en personas sensibles, generosas y serviciales, y construyamos entonces una sociedad con esas características. Desearle un destino trágico a cada ser humano con el fin de que la sociedad en general sea más solidaria, sería contradictorio con ese propósito.
La solidaridad es uno de los más claros indicadores del grado de civilización y de desarrollo de una sociedad. Y, a contrario sensu, la indiferencia es sinónimo de incivilidad, de egoísmo, e incluso de agresión. Entonces, en el hogar, en la escuela, a través de los medios y redes de comunicación y en todo ámbito de la sociedad, se debe sembrar sensibilidad en cada persona. La educación, el ejemplo y un entorno donde se practiquen constantes actos de generosidad, son instrumentos muy poderosos.
Todos tenemos doble cuota de responsabilidad en esto: primero desarrollar sensibilidad en nosotros mismos y luego promoverla. Esto debería transformar poco a poco a la actual generación y lograr que las próximas traigan incorporado el “chip” de la compasión, esa capacidad para entender el estado emocional de otro, para “sufrir con el otro”, y que usualmente va acompañada del esfuerzo por mitigar su sufrimiento.
Tal vez así comience a desaparecer, por ejemplo, el irrespeto generalizado por parte de casi toda la población, de los espacios para estacionamiento reservados a personas con necesidades especiales. El irrespeto comienza por los guardas encargados de hacer cumplir ese principio elemental de convivencia, que es además un deber legal. El disgusto sufrido hace poco, y plasmado con pluma iracunda en esta misma página, por don Jacques Sagot en el parqueo de un centro comercial, es pan de cada día para miles de personas con limitaciones físicas. Sufrir una discapacidad o limitación física es ya un destino difícil, y ser excluido del disfrute de algunos aspectos de la vida, por la insensibilidad y la indiferencia de los que tienen el privilegio de estar sanos, es indignante.
Son más de un millón los costarricenses que por su avanzada edad o por limitaciones congénitas o sobrevenidas, conforman esa minoría a menudo tratada como de segunda por la sociedad y hasta por el ordenamiento jurídico. Dos ejemplos se me vienen a la mente: la Ley N.° 8444 que regula la exoneración de impuestos a los vehículos para uso de ciudadanos con limitaciones físicas, mentales o sensoriales, impone una serie de requisitos tan poco realistas, que al final de cuentas, pocos se pueden beneficiar de ella. Los pensionados con discapacidades severas tienen la misma carga impositiva (mes a mes les rebajan de su pensión un porcentaje de impuesto sobre la renta y otros rubros) que quienes están sanos, a pesar de que deben incurrir en gastos muy superiores para recibir cuidados que palíen sus limitaciones y les den cierta calidad de vida.
Por eso es tan estimulante y esperanzadora la creación del “Sendero de Acceso Universal” en el Parque Nacional Carara. El esfuerzo conjunto de muchas personas y organizaciones privadas, junto con el Sistema Nacional de Áreas de Conservación, le ha dado a esa casi cuarta parte de la población costarricense, la oportunidad de disfrutar de las maravillosas experiencias sensoriales, espirituales y emocionales que se experimentan al tener contacto con la naturaleza, especialmente si se trata de un parque nacional. Este proyecto merece nuestra mayor admiración y debe ser difundido intensamente en todos los espacios, para que sirva como vehículo de sensibilización entre cada costarricense, para motivarnos a participar en la construcción de muchos más senderos hacia una sociedad más inclusiva.