Lo que hoy cuento ocurrió cuando todavía estaba muy lejos el funesto 9 de setiembre de 2001, pero cada vez que oigo a alguien quejarse de las rigurosas medidas de seguridad que se aplican actualmente en los abordajes de los aviones de línea, recuerdo el olor de la trietilamina (TEA) y paso a defender el rigor de esas medidas. Durante mis estudios de posgrado en el extranjero utilicé muchas veces en el laboratorio la TEA, un líquido incoloro como el agua pero de olor muy desagradable, cuya fórmula, muy simple por cierto, basta para predecir de inmediato que es combustible, que su punto de inflamación es bajo y que una alta concentración de él en el aire vuelve a este explosivo. Ya de vuelta en la Escuela de Química de la UCR, inicié junto con uno de mis alumnos un trabajo en el que se debía utilizar ese mismo reactivo que, por diversas razones, era localmente escaso; pero el problema quedó momentáneamente resuelto cuando dos laboratorios estatales nos cedieron pequeñas cantidades de TEA que tenían en desuso, y así pudimos continuar con nuestro proyecto mientras se hacían las gestiones para que la importara la Universidad.
Por entonces, colaborábamos con un diligente profesor estadounidense que dirigía en Costa Rica a un grupo de estudiantes de intercambio de su misma nacionalidad. Uno de esos estudiantes hacía su pasantía en nuestro laboratorio de química orgánica y por esa razón recibíamos con frecuencia la visita del director gringo, quien cierta vez me escuchó mencionar las incomodidades que nos deparaba la escasez de TEA y acto seguido me pidió que le explicara el uso que le dábamos a esa sustancia, algo que no me resultó difícil hacer porque su primer grado universitario tenía un énfasis en ciencias. Poco tiempo después fui informado de que mi interlocutor se ausentaría durante un par de semanas “en el ejercicio de sus funciones”, de visita a su institución base en EE UU. A su regreso se nos apareció en el laboratorio llevando en sus manos un oportuno regalo para la UCR: un recipiente metálico -por fortuna herméticamente sellado- que contenía un galón de TEA que a nosotros, de persistir en nuestro empeño, nos duraría unos dos o tres años.
Se lo agradecí vivamente pero el horror me estiró los cabellos cuando me explicó que había traído aquel recipiente desde La Florida, metido en su maletín de mano -abultado, hay que admitirlo- en el vuelo de retorno a San José, y que en ningún puesto de control recibió advertencia alguna. Que nadie me envidie la ominosa visión de una lata de TEA rota por accidente debajo de un asiento en un avión colmado de pasajeros.
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