Una disyuntiva se debate con intensidad dentro y fuera del viejo continente: ¿Vale la pena salvar al euro como moneda común a cualquier costo o, más bien, rescatar el amplio mercado europeo con una eventual pluralidad de monedas y mayor dinamismo económico? La respuesta no es fácil. Si lo fuera, el dilema se habría resuelto sin mayor dilación.
La discusión se da en todas las esferas: oficial, empresarial, laboral, económica y, desde luego, en el seno de los partidos políticos. Pero también se da cotidianamente en el mercado, que actúa de forma impersonal como una especie de árbitro financiero ubicado por encima del bien y del mal.
Las acciones y omisiones oficiales repercuten en los mercados y, a su vez, provocan nuevas decisiones. La última de ellas, adoptada por el Banco Central Europeo (BCE) para financiar la compra de bonos soberanos en los mercados primario y secundario e influir en las tasas de interés, causó reacciones muy variadas. Al principio, cayeron las primas exigidas por los inversionistas sobre los bonos alemanes para títulos de países como Italia, Grecia y España, pero, luego, se volvieron a ajustar hacia arriba, aunque no completamente, por el riesgo aún latente de que los Gobiernos incumplan lo estipulado.
Según Mario Draghi, presidente del BCE, los mercados de bonos públicos reflejan dos tipos de riesgos: el inherente a un eventual incumplimiento del emisor, y un nuevo riesgo asociado con el posible abandono del euro como moneda común. Ambos están relacionados y deben ser enfrentados conjuntamente. El primero mediante rigurosos planes de ajuste fiscal y estructural para restaurar el equilibrio macroeconómico, la eficiencia y liberar los mercados laborales para asegurar mayor competitividad de las exportaciones y la producción en general. El segundo lo trata de combatir directamente el BCE mediante un ambicioso programa de adquisición de títulos soberanos para incrementar la demanda y el valor, en momentos en que los inversionistas tratan de deshacerse de ellos previendo el abandono del euro.
Pero la compra de títulos (financiamiento gubernamental) por parte del BCE no sería pura y simple, como pretenden los países más endeudados y comprometidos económicamente. De acuerdo con la resolución de la semana pasada, el BCE adquirirá títulos por montos aparentemente ilimitados, pero sujetos a dos condiciones importantes: que los Gobiernos interesados en el rescate así lo soliciten expresamente y que acepten someterse a un riguroso programa de estabilización y reforma estructural avalado por la famosa e impopular troika: BCE, Consejo Europeo y Fondo Monetario Internacional (FMI). Esos programas corresponderían, con mayor o menor amplitud, a los tradicionales programas de stand-by exigidos por el Fondo durante décadas a los países en desarrollo.
¿Enfrentan los países desarrollados las vicisitudes que otrora enfrentaron las naciones en desarrollo? Lo irónico del caso es que el presidente español, Mariano Rajoy, y su contraparte de Italia, Mario Monti, han expresado grandes reservas a solicitar apoyo del BCE, pues no desean someterse a las rigurosidades de la troika por el costo político que eso implicaría. ¿Tendrán razón? Sí, razón les sobra. Lo que no tienen es ninguna otra opción para salir adelante sin las condiciones exigidas.
En España, por ejemplo, se vencen próximamente títulos por cantidades millonarias, y las arcas estatales carecen de fondos suficientes para redimirlos. Si recurren al mercado ofreciendo nuevos bonos para pagar los vencidos, las primas de riesgo se elevarían a niveles prohibitivos, creando nuevas brechas en las maltrechas finanzas. Aunque la deuda externa española no es tan elevada, ni el déficit del Gobierno central tan alto (excluyendo provincias), el estancamiento del PIB y creciente desempleo (24% de la fuerza laboral), afectan los ingresos fiscales en un círculo vicioso.
Según los técnicos, España no tiene escapatoria. Tendrá que someterse a un programa de stand-by como cualquier país subdesarrollado. Pero, aunque España y otras naciones altamente endeudadas lo hicieran, la suerte del euro aún no se sellaría. Está pendiente una resolución de la Corte Constitucional alemana para determinar si el Fondo de Rescate Europeo, que promueve el financiamiento ilimitado, es constitucional. Si decide que no, el financiamiento alemán para sostener a los Gobiernos deudores se afectaría, y el euro se desplomaría. Eso puede ser muy grave. Además, la región en su conjunto deberá avanzar a una integración fiscal, monetaria y económica para poder uniformar las disparidades que los distinguen y mantener individual y colectivamente el valor de una moneda común. Desde luego, los requerimientos de las estrategias económicas los dictarían los organismos técnicos especializados, en vez de autoridades políticas electas por los ciudadanos. Y ahí también se agudizan los problemas.
La discusión incluye la legitimidad de las medidas que podrían exigir autoridades económicas como el BCE, como imponer tributos y otras restricciones con tal de preservar al euro. El esfuerzo de restringir el mercado europeo con rigurosos y prolongados ajustes fiscales y laborales podría ser muy recesivo. Además, las fuerzas políticas podrían rechazar los ajustes y dar al traste con la unión monetaria.
Para los países en desarrollo, la opción de salvar al euro a costa del crecimiento y de nuestras exportaciones no es muy halagueña. Preferimos un mercado dinámico que acoja nuestros productos, aunque tengamos que comerciar con distintas monedas.
Para los miembros de la Unión Europea, la opción de tener una moneda propia, distinta del euro, tampoco se puede desechar. Les ofrece la posibilidad de devaluar para restablecer la competitividad de los salarios, ayudar a sus propias exportaciones y estimular por esa vía el crecimiento de la producción. Sabemos, desde luego, que para ellos la opción de abandonar el euro es muy costosa y tampoco está en el tapete político. Aunque las circunstancias se han deteriorado para muchos miembros de la Unión, la respuesta, desafortunadamente, no se dará en los próximos meses. Entretanto, la incertidumbre sobre la reactivación seguirá gravitando sobre la economía mundial y, en especial, sobre la de los países en desarrollo.