El capitán Nemo, Tom Sawyer, Robinson Crusoe, Guillermo Brown, d’Artagnan, Tarzán, Sandokán' ¿Quién, muchachillo por ese entonces en los tiempos pretelevisivos, no vibraría hoy en lo más profundo al oír tales nombres? Sin embargo, para esto, uno habría debido ser lector habitual en aquellos tiempos tan pretéritos.
Luego, el cine y la televisión reelaborarían tales héroes con resultados generalmente deplorables; pero quedémonos con uno de esos personajes: Sandokán y con su autor, Emilio Salgari (1862-1911), cuyo centenario se recordó el 25 de abril en su patria, Italia, y en buena parte del mundo.
Junto con Julio Verne, Emilio Salgari es uno de esos autores incomparables en el género literario de la novela de aventuras. Sin embargo, entre otras diferencias con el escritor francés, su vena creativa se concentró en personajes de capa y espada, ubicados en escenarios exóticos, de esos que en la Europa de finales del XIX liberaban a la juventud inquieta del tedio propio de las sociedades aburguesadas.
Tales autores solo recurrían a su portentosa imaginación, al uso de mapas, enciclopedias y otros recursos del género, todo con una habilidad extraordinaria para atrapar a lectores juveniles sedientos de narraciones situadas igualmente fuera de lo común.
Emilio Salgari nace el 21 de agosto de 1862 en Verona, bella ciudad del norte de Italia con resonancias shakesperianas. Tiene la fortuna de nacer en una familia acomodada.
Víctor Manuel II es entonces rey de Cerdeña, único Estado independiente en la bota italiana y victorioso en buena parte sobre el yugo austríaco. Víctor Manuel acaba de proclamarse rey de Italia, y el “Bel Paese” está ya en camino a su casi plena reunificación.
Empero, no todo son buenos augurios para Salgari: la tragedia estará presente en su vida por el suicidio de su padre y el suyo propio, a los que seguirán el de sus hijos, Romero (1931) y Omar (1963). Tragedia adicional: pocos meses antes de suicidarse, el autor ha debido internar en un manicomio a su entrañable esposa, Ida.
La obra. Por contraste, ¡qué vidas endemoniadamente agitadas, fogosas y trepidantes fueron las de sus héroes! Según un biógrafo, Felice Pozzo, pueden atribuirse 87 novelas a Salgari, amén de un número indefinido de relatos cortos, así como de artículos periodísticos.
Sus novelas se agrupan en varios ciclos, según sea el escenario y sus protagonistas: los piratas de la Malasia; los piratas del Caribe; los piratas de las Bermudas; aventuras en el Lejano Oeste; tres ciclos menores, y, por último, 58 novelas independientes.
De todas ellas, las más conocidas son las relativas a los dos primeros ciclos. En el primero, el más extenso (con 11 novelas), el protagonista es Sandokán, “el tigre de la Malasia”, un príncipe de Borneo y enemigo jurado de los ingleses. Estos lo han despojado de su reino; además, han asesinado a su familia y a su prometida, la bella Mariana.
En el segundo ciclo, de 5 novelas, la figura principal es el temible Corsario Negro, Emilio de Roccabruna, señor de Ventimiglia, un italiano tornado en pirata para vengarse del flamenco Wan Guld, gobernador de Maracaibo y asesino de sus dos hermanos, el Corsario Verde y el Corsario Rojo.
Para dar más colorido a la trama, el protagonista tiene un idilio con la hija de Wan Guld, del que nacerá Yolanda, la corsaria, protagonista de otra novela.
La crítica de su tiempo no le fue favorable. Cierto es que su literatura no se encasillaba dentro de las corrientes en boga. Pero es que lo suyo no era el mundo interior de los literatos “serios”, ni siquiera el que permea la obra aventurera de un Julio Verne: lo suyo era el mundo exterior y exótico de la aventura por la aventura. Esto bastaba para tantos jóvenes y adultos que solo así podían evadirse de sus prosaicas existencias.
Lo mejor de Salgari podía leerse en la antigua Biblioteca Nacional, donde afables encargadas se esmeraban por orientar en la lectura a los colegiales: jovencillos sobre todo del Liceo y del Señoritas, más alguno perdido del Seminario.
En las librerías –como la Universal y la Atenea, hoy Lehmann – también era posible adquirir esas obras a precios que hoy parecerían ridículos. Todas ellas provenían de editoriales argentinas, como Sopena, Tor y Molino (las dos últimas, ilustradas magníficamente).
Sin darnos cuenta, los juveniles lectores aprendíamos redacción y ortografía al tiempo que nos enterábamos de lugares tan exóticos como Sarawak, Borneo, Malasia y Delhi, todo lo cual nos incitaba a recurrir a mapas y enciclopedias.
Por si fuera poco, nuestro vocabulario se enriquecía con expresiones de la jerga marinera: goleta, barlovento, sotavento, babor, estribor, eslora, sentina, santabárbara, quilla, brulote, proa, popa...; y ni se diga de interjecciones tan sonoras como “¡voto a sanes!”, “¡cáspita!”, “¡mil bombardas!”, “¡rayos y truenos!”. Hoy, nuestros jóvenes solo atinan a expresar sorpresa con un insufrible “¡guau!”.
Fin trágico. ¿Cómo era Salgari? Una fotografía nos lo muestra como a tantos otros personajes de época. Muy serio, mirada clavada a lo lejos, cejas tupidas, mostachón a lo Dalí, elegante sombrero de paja a lo gondolero veneciano, más saco y “pajarita”. Su pose era adecuada por entonces para quien pretendiese vivir dentro del decoro burgués.
De su vida hay versiones encontradas: él mismo dejó una autobiografía. De joven, inflamada ya su imaginación por sus lecturas, quiso ser capitán de barco. Parece que nunca aprobó todos los estudios, pero en adelante se hizo llamar como tal.
Se cita como testimonio de su carácter exaltado el que, tiempo después, retase a duelo a un crítico que osó poner en duda su grado de marinero.
Del mismo modo, son objeto de una discusión interminable tanto su experiencia de marino como su aserción de haber basado sus narraciones en experiencias vividas. Lo que sí consta es que era sumamente fantasioso, al extremo de mezclar su propia vida con la de sus personajes.
Además, a Giuseppe Garibaldi, héroe máximo de la guerra de independencia italiana, Salgari lo comparaba con Sandokán; y a la formidable banda de este, con la Expedición de los Mil, que Garibaldi comandó por mar y en secreto hasta Sicilia para incorporarla al nuevo reino.
Otra muestra de su fantasía son los nombres poco itálicos dados a sus hijos: Fátima, Nadir, Romero y Omar. A su esposa, la actriz Ida Peruzzi, la rebautizó como Aída, nombre de repercusiones verdianas, muy acorde con la exaltación patriótica vivida cuando Italia no estaba aún totalmente libre del yugo austriaco.
Exitoso con su público, despreciado por los críticos, explotado por sus editores, manirroto con el dinero, hundido en la miseria junto con sus hijos, y con la mujer sumida en la demencia, Salgari se quita la vida con el ritual japonés del seppuku (nombre vulgar: haraquiri ): abrirse el vientre con un puñal.
Deja tres cartas. En la primera, para los directores de periódicos de Turín, pide a estos abrir una subscripción a fin de sacar de la miseria a sus cuatro hijos y de pagar los gastos de su mujer, recluida en un manicomio. En la segunda carta, dirigida a sus hijos (aún menores), se declara “vencido” y “arruinado”, les ruega ayudar a su madre y les deja una minúscula herencia en liras.
La última carta, dirigida a sus editores, es brutal por su cruda concisión. Los acusa de todas sus desgracias: “A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a los míos en una continua semimiseria o algo peor, os pido que, en compensación por las ganancias que os he dado, penséis en mis funerales. Os saludo quebrando la pluma. Emilio Salgari”.
El autor es profesor ad honórem de la Escuela de Filología, Literatura y Linguística de la UCR.