Andamos preocupados por el aire que respiramos, y con toda razón. La contaminación ambiental crece y está dentro de nuestras narices y nuestros pulmones. Y si no me creen, pongan ustedes en el antejardín de su casa o edificio, en la mañana temprano, un trapo blanco limpio, bien extendido y recójanlo por la noche. Es como para echarse a temblar cuando lo ve todo mugriento después de un día de “trabajo”. Además, si se usan los aparatos que sirven para medir técnicamente la contaminación de la atmósfera, como al trapo, nada los puede engañar.
Pero hoy no quiero hablar de esa contaminación, sino de otra aún más grave: el ruido. Susana Tamaro, en boca del protagonista de su última novela, dice que “entre todas las formas de violencia el ruido es la más sutil, la más devastadora”. No me cabe duda. El sentido del oído tiene una nobleza especial que lo coloca por encima de los demás sentidos. Por él lo de fuera se interioriza en una forma impresionante. Basta pensar en el efecto de una obra musical que en determinado momento nos produce una paz profunda.
Medidor de ruido. Si ponemos el medidor de ruido en cualquier calle de cualquier ciudad nos quedamos igualmente aterrados. Sirenas, pitos, motores y frenos de todo tipo de vehículos haciendo ruido todo el día, sin control de ningún tipo; maquinaria ruidosa de los edificios en construcción, sirenas de los carros de la policía, los bomberos y de sofisticadas camionetas conducidas por gente loca que creen que hacer ruido es símbolo de poder; el ruido absolutamente impúdico e inoportuno de los carros recogedores de la basura que, a partir de las cinco de la tarde hasta altas horas de la noche, engullen parte de lo que recogen pues lo otro la dejan ahí mismo en la calle; el vicio incorregible de los vehículos en los trancones cuyos conductores creen que pitando van a poder avanzar más; los motores de los aviones que entran y salen de los aeropuertos y que apagan cualquier conversación.
La cosa no acaba: altavoces de vehículos que andan haciendo propaganda con su música estridente y con sus gangosos locutores ocupando los pocos espacios de silencio existentes; perros ladrando en las ventanas de las casas, de los carros o en plena calle. Radios de automóviles, ruido a todo volumen que sale de los bares, con sus ventanas bien abiertas. Gente conversando con sus celulares a voz en grito en la calle, en el autobús, en los parques; equipos de sonido por doquier con música estridente o con locutores vociferando noticias. Tipos que reparan todo tipo de cosas y lo dicen a grito pelado, casi aullando, Y podíamos seguir enumerando veinte fuentes más de contaminación por ruido en las ciudades. Bogotá es un paradigma espantoso del ruido. Pero Cali, Medellín, Barranquilla o Cartagena, no se quedan atrás.
Todos sordos. Y si, además, llega uno a casa y encuentra la televisión a todo volumen, la olla de presión chillando, el equipo de sonido a toda potencia y el ruido sutil de los aparatos de diferentes calañas; perdonen, me faltaba el ruido de los portazos y de la descarga de los aparatos sanitarios. Lo cierto es que el aumento vertiginoso de la sordera en la juventud es significativo, pero nada raro, porque los muchachos consumen ruido que da miedo; y con audífonos, la cosa es peor por dentro.
Si no paramos este tormento, vamos a terminar incomunicados, todos sordos, gritando cada vez más alto y con el cerebro lleno de ruido.