Ya no hay ancianos. Es una noción que, linguísticamente, ha desaparecido. Ahora hay eufemismos (“persona de la tercera edad”, “ciudadano de oro”, “adulto mayor”); o disfemismos (“carcamal”, “dinosaurio”, “roco”, “vejestorio”, “pieza de museo”, “antigualla”).
Dentro de la palabra “roco” hay que establecer toda una secuencia hiperonímica (de hiperonimia: relación de inclusión que procede de lo más general a lo más específico: así, sentimiento es hiperónimo con respecto a sus hipónimos amor, odio, celos, etc.).
Aquí vamos: “roco” es neutro, genérico. “Roquito” tiene un matiz dulcete y revela, siquiera, algo de consideración, acaso de ternura. “Roquillo” es despectivo, pero no implica necesariamente peyoración. “Roquemis” es francamente burlista, pero amigable. “Roquitico” subraya, sin bien piadosamente, la condición de la decrepitud. “Roquete” es, por supuesto, irrespetuoso, y homologa al anciano a una bien conocida variedad de repostería. “Rocazo” es elogioso, por poco una loa a la persona a la que se alude. “Rocolo” evoca, una vez más, la obsolescencia, la senectud: algo que ya no sirve para nada (nótese la paronomasia con “rocola”, aparato sonoro antañón y caído completamente en desuso. “Roquetito” confiere a la imagen del cuerpo degradado algo de ternura.
¿Qué sucede cada vez que muere un anciano? Pues háganse la idea de que una inmensa biblioteca se incendiase. Cada anciano que muere reedita, de una u otra forma, el trauma histórico, inconsciente, de la quema de la Biblioteca de Alejandría. Con él desaparece una experiencia de vida insondable, algo así como la Biblioteca Infinita, de Borges. Una catástrofe de magnitud inmensurable. ¡Todo lo que pudimos haber aprendido de él! El testimonio de una vida (la palabra “testimonio” comparte la misma raíz del vocablo “testigo”: alguien que vio, que estuvo ahí en el momento en que sucedieron cosas que hasta nosotros llegaron bajo la forma de la leyenda, de la efeméride histórica o familiar). ¿Se dan ustedes cuenta de lo que esto significa?
Entendámonos: un anciano no es necesariamente un pozo de sabiduría: aún más, bien podría no ser más que una esclerótica, psico-rígida estructura de imbecilidad y errores institucionalizados a través de eso que llamamos “tradición”. Pero siempre será un vínculo con el pasado, alguien que vivió un segmento de la historia que nos antecedió, que tiene de él una experiencia vivencial: que “estuvo ahí”, y ya solo esto basta para hacerlo precioso.
Vivimos bajo el totalitarismo del jovenzuelo. La sociedad está toda ella abocada a satisfacer sus apetitos, sus exigencias (en materia vestimentaria, alimentaria, tecnológica, laboral, cultural, deportiva, sexual). Es una sociedad exclusiva y excluyente: “sea joven o muérase”. Una sociedad para y por los jóvenes. Hemos creado una generación de patanes, de pequeños déspotas, de tiranuelos, de criaturillas egoístas que se toman a sí mismas por el “telos”, el “terminusad quem”, el punto hacia el que debía propender toda la cultura, desde que el Tigris y el Éufrates decidieron inventar la civilización. ¿Cuál habría sido el propósito de la historia, con toda su sangre, su horror, sus regresiones, sus dolores de parto, sus yerros, sus rectificaciones? ¡Ellos, los jóvenes, “aquellos que habrían de venir”! La efebofilia: el culto al efebo.
Siendo los que más consumen, el mercado –que los manipula y condiciona a su antojo– se dedica a satisfacer hasta el último de sus caprichos. ¿Dueños del mundo? Es lo que el mundo les ha hecho creer, para mejor instrumentalizarlos. Una sociedad de parricidas virtuales, irreflexivamente edípica: por definición, los papás están ahí para ser decapitados. Y los papás son, básicamente, todo lo que los antecede, todo lo que constituye patrimonio (de patris: “padre”), la suma del saber hasta ahora amasado. Como Descartes –pero sin el genio de él, huelga decir– quisieran hacer tabula rasa de todo cuanto los precedió, de la milenaria cristalización histórica que los engendró.
No suscribo el “culto al anciano” ni a las gerontocracias –no creo en el culto a nada humano–, pero, cuando un viejo habla, suelo aguzar los oídos. Lo triste es que nunca, como hoy, los jóvenes –solos, desconcertados, carentes de figuras de autoridad– han necesitado tan desesperadamente a los viejos. Los “rocos”, sí: pensemos en la paronomasia “roco”-“roca”: lo rígido, lo mineral, lo petrificado, pero también lo milenario, lo que nos antecedió, lo sólido, la materia de que está hecha la historia.