Para algunos cinéfilos despistados, Mervyn LeRoy es solo el nombre impreso en una estrella borrosa del Paseo de la famahollywoodense, o el crédito principal que aparece en la teleguía de la Semana Santa bajo el título de Quo Vadis? (1951).
Para quienes han curioseado en las historias del cine, LeRoy es un director notable y un pionero en el arte de construir un guion en torno de “un buen malo”, tal como aconsejaba Alfred Hitchcock.
Gracias a los protagonistas de filmes como Hampa dorada (1930) y Soy un fugitivo (1932), LeRoy afinó el trazo de una serie de personajes marginales y encantadores, abrió el camino de la denuncia social dentro del cine de industria y forjó las bases del género gangsteril y del cine carcelario.
El recuerdo de este cineasta olvidado, y la referencia a su película Soy un fugitivo, son oportunos en virtud del estreno de Celda 211 (2009), un filme memorioso hilvanado en torno a un malo buenísimo, llamado –no por casualidad– Malamadre.
Tras un prólogo de economía formal y efectos perdurables, el espectador de Celda 211 es conducido por los pabellones del presidio durante la jornada de reconocimiento de un inexperto funcionario de prisiones. Muy pronto, la mala suerte del protagonista –o la buena intuición del relato– desata un motín que lo obliga a hacerse pasar por un recluso. El resto es cine trepidante y revisionista.
De esta manera surge un grupo de películas más cercanas al melodrama social que a la crónica sobre el crimen organizado: un cine limitado en sus posibilidades argumentales, pero fértil en su capacidad metafórica, como se comprueba en Veinte mil años en Sing Sing (1933) y Tras el gran muro (1956), entre otros filmes.
La internacionalización del cine penitenciario se anuncia a inicios de los años 60, tras el estreno de La evasión (1960), dirigida por el francés Jacques Becker.
Esa película precede a Celda 211 en el carácter ambiguo de un inesperado compañero de claustro y en sus intensas relaciones con una mujer del exterior, lo que despierta las sospechas entre los reclusos y hace posible el giro dramático en el interior del relato.
A partir de los años 70, el cine penitenciario explora la dimensión más truculenta de sus argumentos: con gruesas pinceladas traza la crueldad de sus carcelarios, aumenta la intensidad de los pasajes tortuosos y saca a la superficie un erotismo que palpitaba bajo la piel de algunos de sus predecesores.
Surge entonces una filmografía penitenciaria protagonizada por mujeres: un cine de explotación sadomasoquista, abrigado por el descubrimiento de Filipinas como escenario de bajísimo costo.
Esa fórmula, repetida hasta la náusea, está representada en títulos evidentes como La gran casa de las muñecas (1971), La cárcel caliente (1974) y Motín en el reformatorio de mujeres (1986).
Las últimas décadas del siglo XX están marcadas por la repetición de los motivos clásicos del género. Este rasgo adquiere un matiz de importancia con la reaparición del cine penitenciario de denuncia política, representado a la luz de un nuevo realismo social en películas como El expreso de medianoche (1978) y En el nombre del padre (1993).
Los albores del siglo XXI auguran la renovación del cine carcelario. El francés Jacques Audiard muestra el presidio como un lugar de enseñanza criminal en su imprescindible Un profeta (2009). Héctor Babenco filma Carandiru (2003) como una obra coral de gran calado humano, y el argentino Pablo Trapero devuelve la dignidad al cine representado en cárceles femeninas en virtud de su aguda y cálida Leonera (2009).
Mención aparte merece El experimento (2001), ópera prima del alemán Oliver Hirschbiegel, que se inclina por una dramaturgia distanciada y observa el comportamiento agresivo de unas personas convertidas en ratones de laboratorio. La capacidad reflexiva del filme, y sus enfáticas anotaciones sobre el papel de la ética en los presidios, propone un nuevo rumbo al cine penitenciario.
El precedente cinéfilo de Daniel Monzón subraya las principales virtudes dela película, que podrían resumirse en las resonancias melodramáticas del relato, en el trazado ejemplar del carismático y violento Malamadre, y en algunas anotaciones políticas que exponen la ineficiencia de la burocracia penitenciaria.
Esa cinefilia produce además una cierta retroalimentación visual, una dimensión reflexiva en torno de la imagen y del ejercicio de la mirada, que se hace evidente en cuanto los presidiarios se amotinan y controlan las posibilidades de ver y ser vistos. A partir de ese momento, una cámara de circuito cerrado, un teléfono celular y un televisor dejan de ser objetos para convertirse en reveladoras metáforas.
Celda 211 encuentra su más significativo centro de gravedad en la revisión y el desplazamiento de las rígidas bases del cine penitenciario; es decir, en la transformación del tradicional principio de la vigilancia por un nuevo orden en el que los reclusos tienen el control de las imágenes, así como de la información contenida en ellas.
En consecuencia, el objetivo más frecuente en los protagonistas clásicos del cine penitenciario también cambia. El motín liderado por Malamadre no pretende la evasión del presidio, sino la permanencia en él con mejores condiciones y la aceptación de los errores de las autoridades penales. El “buen malo”, aconsejado por Alfred Hitchcock –uno de los cineastas de cabecera de Daniel Monzón–, finalmente se transforma.
Bajo el aire enrarecido por el amotinamiento, entre los escombros del viejo orden punitivo, Celda 211 se pregunta ¿quién vigila a los vigilantes?, y recupera así la pregunta formulada por Platón en su célebre República.
La respuesta ofrecida por el filme constituye uno de sus giros más significativos y una de las más claras revelaciones morales del cine español contemporáneo. En su pesado fondo de inconformismo, la película propone y ansía, imagina y responde: los vigilados.