A los diecinueve años quería cambiar el mundo, changer la vie como decía Rimbaud. Empero, el mundo cambiaba, independientemente de mi voluntad, el mundo cambiaba por sí mismo más rápidamente que mi deseo por cambiarlo.
En los últimos años, el cambio ha sido más acelerado: globalización, derrumbe del socialismo real, revolución de la información y ascenso de la multipolaridad. Los conflictos no han desaparecido, las guerras han proliferado y la aparición del islamismo radical señala una nueva irrupción de la religión en la política mundial. Todos los procesos anuncian una nueva configuración de la política, inimaginable a inicios de la década de los setenta.
Con gran intuición y no menos humor, Joaquín Sabina se ha referido a los cambios: “No habrá revolución, es el fin de la utopía, ¡que viva la bisutería!, y uno no sabe si reír o llorar, viendo a Trostky en Wall Street fumar la pipa de la paz”.
Progresos posibles. Pero los progresos humanos siguen siendo posibles, es imposible resignarse frente a los males de la condición humana, aunque no se combatan más en nombre del delirio revolucionario que termina siempre devorando a los pueblos. Al progreso por las reformas profundas y estratégicas, desconfiando del espejismo de las auroras y de los hombres nuevos que tantos daños causaron en el siglo pasado.
El derrumbe de los dogmas nos debe llevar a la humildad frente a la historia, al reconocimiento de su complejidad. Jugar a los dioses interpretando las leyes de la realidad solo conduce a la tiranía de los iluminados por la ciencia.
El determinismo de la economía, de cualquier signo que este sea, siempre lleva a la barbarie; estamos obligados a una síntesis permanente entre libertad e igualdad, no podemos separarlas, como lo ha expresado el escritor francés Jean Daniel: “La primera sin la segunda provoca la ley de la selva. La igualdad sin libertad conduce a la uniformidad y a la tiranía”.
No podemos separar tampoco la preocupación por la creación de riqueza de la inquietud por su distribución. Esto último es particularmente importante en la Costa Rica de inicios de siglo, cuando al mismo tiempo que se ha diversificado exitosamente nuestra producción, hemos visto aumentar la desigualdad de manera significativa.
Necesitamos crear más capital, pero al servicio de los seres humanos. El ser humano es el objetivo de toda la creación social; la primacía de la persona es el objeto orientador de toda acción colectiva. Llevamos dos décadas “estancados” en las cifras de la pobreza, no podemos tomar el camino al desarrollo con un quinto de la población en pobreza.
El camino reformista democrático, el de los progresos deseables y posibles pasa siempre por la no violencia, por el rechazo de la violencia como partera de la historia (Marx), como lo apuntaba Camus: “cada vez que un oprimido toma las armas en nombre de la justicia, da un paso en el campo de la injusticia”. Las víctimas se transforman fácilmente en verdugos, como lo apunta también J. Daniel.
El camino de las reformas posibles pasa también por el rechazo de los absolutos; ni el totalitarismo del mercado ni el culto al dios Estado; ni la mano invisible que carga el juego a favor de los que arrancan con ventajas ni el ogro filantrópico que impone la tiranía en nombre de la fraternidad.
La ideología de la inevitabilidad de la dicotomía perdedores/ganadores es también un obstáculo lógico y político. Lógico, pues la realidad admite escenarios en que todos ganen algo. Político, pues la etiqueta de perdedores es degradante, provoca la humillación de los vencidos en el juego de la vida. Este sentimiento/resentimiento se encuentra en el origen de rebeliones y fanatismos, predicar su “ineluctabilidad” solo lleva a confrontaciones.
La visión democrática no puede aceptar la idea de deshechar ciudadanos por su incompetencia económica. El realismo económico no puede conducir a la indiferencia social. La política democrática, debe ser la vía para buscar soluciones a las distorsiones del mercado. La resignación ante el desamparo, la indigencia, la enfermedad y otras desgracias de la vida no son democráticas, pues atentan conta la necesaria cohesión de la república.
La soberanía popular, las libertades y el progreso son los elementos constitutivos de la democracia. Sin equilibrio entre ellos su práctica puede producir la deriva del populismo, el ultraliberalismo egoísta y el materialismo totalitario. Debemos conciliar la participación ciudadana, con el respeto a las libertades y con la prosperidad. La racionalización del aparato estatal, sin abandonar los logros del Estado de bienestar, es uno de los imperativos del momento.
Desafíos actuales. Trabajar en una reforma política que abra el sistema hacia la inclusión creciente de las clases medias, derrotando el oligopolio de las clases políticas tradicionales, es uno de los grandes desafíos de momento. Sin embargo, esta es una reforma que debe pensarse más allá de los simples cambios al reglamento legislativo y a la constitución escrita.
La reforma política tenemos que pensarla a partir de la constitución real de nuestra sociedad, desde esa fragmentación política que es una realidad objetiva. No se trata de una restauración, sino de una auténtica renovación.
Reconocer la capacidad de veto que tienen sectores diversos, transformándola en un elemento positivo de creación, es el gran reto. No se trata de apostar por lo ideal, sino por lo posible, el encuentro con lo viable pasa por la conversación y la discusión democrática, no por la imposición de un sector. Las pretensiones de dominación solo llevarían a niveles insospechados el proceso de fragmentación y desintegración del sistema político; apostemos a la reconfiguración, no a la confrontación.