A comienzos del siglo XVIII, un contemporáneo de Isaac Newton, el obispo irlandés George Berkeley, desarrolló una filosofía cuyo lema principal era: “Ser es ser percibido”; según él, solamente existe lo que percibe un ser consciente. Berkeley parecía así negar la existencia de una realidad objetiva, pero terminaba restituyéndola, con todos sus atributos, al afirmar que el mundo es aquello que percibe un ser que todo lo ve: Dios.
Mediante esa voltereta, el obispo procuraba demostrar la existencia del ser supremo. No obstante, más allá de la discusión metafísica, hay algo en lo que Berkeley tenía razón: todo lo que podemos llegar a conocer del universo pasa por el filtro de nuestros sentidos (en el caso de la física, de instrumentos de medición).
Por ejemplo, ¿qué significa que una manzana sea “roja”? En la oscuridad no es roja; no por la imposibilidad de verla, sino porque no es una condición solamente inherente a la manzana.
Para verse roja debe ser iluminada con luz blanca (que contiene todas las longitudes de onda); únicamente entonces su superficie reflejará la parte roja de ese espectro. Para apreciar tal espectro serán necesarios nuestros ojos. Berkeley lo planteaba así: si un árbol cae en un bosque donde no hay nadie, ¿hace ruido?
Mundo pequeño, problemas grandes. El griego Demócrito fue el primero en sugerir que la materia está compuesta por “átomos”. Ese modelo de pelotitas formándolo todo estaba en plena vigencia a principios del siglo XX.
Ernest Rutherford propuso un átomo formado por electrones que giran alrededor de un núcleo (los protones y los neutrones se descubrirían después). En cambio, la luz parecía comportarse como una onda, de forma similar a las olas en el agua. Thomas Young lo había confirmado en 1801 cuando hizo incidir un haz de luz sobre una placa con dos rendijas angostas y una pantalla detrás.
Tapando una de las rendijas, la luz que pasa por la otra ilumina una zona única; pero, con ambas rendijas abiertas, se forma una imagen que no es la superposición de las obtenidas antes (se superpondrían si la luz estuviese hecha de partículas). Lo que se forma entonces es “un patrón de interferencia” en el que se alternan zonas brillantes y oscuras, efecto análogo al que ocurre cuando se encuentran las olas generadas al tirar dos piedras a un estanque.
Hubo otros descubrimientos, como el efecto fotoeléctrico (Einstein, 1905), que mostraban que la luz interactúa con la materia también en pequeños e indivisibles “cuantos” de energía (hoy llamados “fotones”). Todas las partículas tenían esa doble naturaleza, ondulatoria y corpuscular.
Tales descubrimientos llevarían a una revolución que originaría a la “física cuántica”, teoría sólo expresable en términos matemáticos y para la cual la materia parece ser poco más que una ilusión.
Con las dos rendijas abiertas, incluso cuando se los lanza de a uno, los fotones se disponen en ese mismo patrón. No es fácil entender por qué; habría que admitir que el fotón pasa por las dos ranuras a la vez e interfiere consigo mismo.
La cuántica lo explica mediante “funciones de onda” que permiten calcular la probabilidad de su presencia en cada lugar; pero, al intentar detectarlo, de ese estado fantasmal pasa siempre a corporizarse en una posición bien definida. ¿Cómo toma la naturaleza esa decisión? El propio acto de observación (o medición) parece estar involucrado. Ese aspecto crucial recibe el nombre de “colapso (o reducción) de la función de onda”.
En 1927, reunidos en Bruselas, los físicos decidieron que no importa mucho de qué objetos trata la mecánica cuántica; lo importante es su capacidad de predicción. Tal decisión se llamó “interpretación de Copenhague” por la influencia que en ella tuvo el danés Niels Bohr, y provocó la cerrada oposición de Albert Einstein: “Dios no juega a los dados”, escribió.
Su biógrafo, Abraham Pais, recordó algo ocurrido en 1950 durante una caminata: “Einstein de pronto se detuvo, se volvió hacia mí y me preguntó si realmente yo creía que la Luna existe sólo cuando la miramos”.
Un zoológico surrealista. De todas esas cuestiones y sus implicancias filosóficas se ocupa El cántico de la cuántica (Editorial Gedisa), libro de Sven Ortoli y Jean-Pierre Pharabod. La edición original es de 1984 y la traducción española que se distribuye es de 2006. Presenta algunos tropiezos tipográficos (Young no realizó el experimento en 1903), mas es una puerta de entrada al fascinante “mundo cuántico”.
Uno de sus hallazgos radica en las novedosas metáforas que, aunque siempre peligrosas en la ciencia, permiten clarificar las ideas. Así, en las primeras páginas y mediante “peces solubles” (citando a André Breton), se explica el comportamiento del electrón:
“El pescador alza la caña; ve al pez suspendido en el extremo del hilo y piensa lógicamente que el pez se movía antes por la charca en busca de alimento. Nunca se le ocurrirá pensar que, antes de morder la carnada, el pez era una especie de potencialidad de pez que ocupase toda la charca”.
Otra metáfora, con aves nocturnas, esclarece el “principio de incertidumbre”, enunciado por Werner Heisenberg en 1927; estipula la imposibilidad de conocer simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula: si se ilumina el pájaro, se podrá apreciar su forma, pero no su comportamiento ya que el pájaro permanece inmóvil ante la luz; en penumbras se podrá estudiar su conducta, pero no se logrará discernir su apariencia.
En los siguientes capítulos se describe el experimento imaginario del “gato de Schrödinger” (un gato que podría no estar vivo ni muerto), la famosa paradoja EPR (que dos partículas separadas por una gran distancia podrían continuar enlazadas) y algunas de la más arriesgadas explicaciones, como la teoría de que el universo se bifurca en cada acto de medición (Everett, 1957).
La sorprendente confirmación experimental de ese entrelazamiento cuántico por Alain Aspect en 1982 llevó a otro físico francés, Bernard d’Espagnat, a sugerir que “el espacio es un modo de nuestra sensibilidad”. La advertencia es que, sin matemáticas (e incluso con ellas), la cuántica puede llegar a parecerse un poco a la magia, pero verla así es un error que se prodiga en teorías extravagantes y charlatanería variada.
Un capítulo comenta esas cuestiones, en particular la parapsicología, y el misticismo oriental propiciado por libros como El tao de la física , de Fritjof Capra, físico que camina sobre un peligroso pretil. Recordemos que Erwin Schrödinger ya tenía una visión similar, y que Niels Bohr había elegido el símbolo del yin y el yang para su escudo de armas.
Ortoli y Pharabod critican los excesos de esos “idealistas cuánticos”, pero de forma algo confusa, sin lograr la claridad y la probidad que caracterizaban a Martin Gardner, por ejemplo.
Una teoría científica es buena cuando realiza predicciones exactas; en este sentido, la física cuántica es una ciencia en todo su derecho. Su gran problema reside en la incapacidad de ofrecer un coherente modelo ontológico (sobre el ser) de ese mundo donde actúa.