A Pedro Salinas († 1951) nunca terminó de gustarle el invierno de Baltimore, polar y a veces bipolar, cuyo viento salta de noche, como un gato negro, sobre la tumba del atormentado poeta Edgar Allan Poe.
Tras la muerte de Salinas, su yerno, Juan Marichal, le publicó un volumen de ensayos: La responsabilidad del escritor , cuyo título justificó así Marichal: a ejemplo de Pedro Salinas, los jóvenes escritores deberían buscar noblemente el camino del deber. In illo tempore , en aquel tiempo, 1961, en España, “el deber” era la democracia, que no se atrevía a decir su nombre.
Un químico francés, Antoine de Lavoisier, no oyó aquel llamado al compromiso de los intelectuales con la justicia pues cometió el destiempo de nacer dos siglos antes. Su aborrecida labor recaudadora y un odio tenaz lo llevaron a la muerte.
A Lavoisier –“el Newton de la química”– debemos avances históricos, como las bases de la clasificación de los elementos y la ley de la conservación de la materia. Fue un liberal ilustrado, muy siglo XVIII, quien sugirió exenciones tributarias para los campesinos; pero también integró una compañía privada extractora de impuestos, que destiló el odio de la mayoría.
Un día, el sabio y aristócrata Lavoisier negó valor científico al invento que le presentó un extraño médico de apellido Marat.
Estalló la Revolución Francesa, y Jean-Paul Marat fue uno de los profetas del Terror. Con el odio dilatado por el tiempo, Marat denunció a Lavoisier, entre otros cargos, por haber integrado la compañía esquilmadora. Lavoisier fue ejecutado. Se atribuye a uno de sus jueces esta sentencia: “La república no necesita científicos”. Podemos dudar de la autenticidad, pero no de la torpe densidad de esa barbarie.
El detallado rencor de Marat logró su obra póstuma (él mismo ya había sido asesinado), y un amigo póstumo de Lavoisier, el paleontólogo Stephen Jay Gould, se pregunta cómo Lavoisier trabajó de modo tan asiduo como recaudador de impuestos ( Brontosaurus , cap. 24).
Otro habría sido el desenlace si Lavoisier hubiera sido más sensible a la angustia de otros, y si Marat hubiese sido un científico de pro sin el fuego de la envidia y sin el fanatismo que asesina a la razón con el pretexto de servir a la justicia.