“¡Su sopa azteca es la mejor!”, aseguran fervientemente la hija, la nieta y la bisnieta de doña Virginia, quien hoy tiene 77 años. Con ella como anfitriona, las cuatro generaciones se reúnen, al menos una vez al mes, a saborear el delicioso platillo.
Los encuentros en su apartamento en Lomas de Ayarco, Curridabat, dejan claro cuál es, en ese hogar, uno de los valores más fuertes: la unión entre la parentela. Como ellas mismas dicen, “la familia es todo”, y qué mejor que celebrarlo con la receta de la abuela... es decir la bisabuela, o la madre más bien.
“Yo no sabía cocinar hasta que aprendí después de que me casé”, dice la señora-cabeza de la familia. “¡Y qué bien que aprendiste!”, comenta la nieta, dejando escapar una gran risotada; “su sopa es deliciosa”, insiste.
El día de esta entrevista no hay sopa sobre la mesa, pero sí galletas, café humeante y limonada. Alrededor, cuatro mujeres de cuatro generaciones conversan a sus anchas: cada una tiene su taza y supropia historia.
Las paredes del apartamento se adornan sobriamente con pinturas creadas por la bisabuela. La señora, de cabellos blancos, cuenta que ahora está dedicada a disfrutar de la vida: se moviliza sola de un lado a otro, hace
En el “segundo piso” de la familia, la abuela Gisela dice que, a sus 57 años de edad, no se cansa de aprender. Vive en Lagunilla de Heredia y es comerciante en un quiosco del
Sissi, de 30 años –casada y con dos hijos– se dedica a la importación y distribución de fajas maternales; “son buenísimas para los meses de embarazo y después del parto”, dice en tono de oferta.
En su casa, en Montelimar, se divide las responsabilidades con su esposo Leonardo Barrantes. “Si yo cocino, él lava platos. Si yo barro, él lava ropa. Así se comparte el matrimonio”.
Con ocho años, Camila es la menor de las presentes. Dicen que es tímida pero parece todo lo contrario, pues habla con notoria madurez. La chinean su madre, su abuela y su bisabuela, quien le saca 69 años de ventaja.
Hoy, la pequeña tendrá la suerte de escuchar en pocas horas un resumen ejecutivo de la vida de su
Hija de una maestra y un militar,
Cada mañana, la casa de los Durán Arias era visitada por un personaje muy esperado: el lechero, quien llegaba a caballo. Tiempo después la fábrica Dos Pinos implementó un lujo: el camión repartidor de leche de puerta en puerta.
Cuando Virginia estaba en segundo grado, la escuela donde estudiaba pasó de llamarse Escuela Italia a Escuela América... una consecuencia de la Segunda Guerra Mundial que se vivía en aquel momento.
Décadas después, a la casa de la pequeña Camila, en Montelimar de Guadalupe, jamás ha llegado un lechero a tocar la puerta. La leche se compra en el supermercado porque hasta las pulperías parecen estar cayendo en desuso. “Nunca la dejamos ir sola a la pulpería; ahora se ve gente muy rara y uno ni conoce bien a algunos vecinos”, dice su madre. Tampoco se le permite caminar por el vecindario, como sí pudo hacerlo Sissi de niña. “Mis vacaciones eran sinónimo de pasar el día entero en la calle con los amigos del barrio, hasta que, a las 6 p.m. en punto, mi mamá nos llamaba para adentro, advirtiéndonos que, si no, nos llevaba ‘el viejo del saco’”. ¡Toda una amenaza!
La bisabuela toma la palabra para contar que ella, en vacaciones, viajaba a Puntarenas con sus padres y su hermana... en tren, por supuesto. “Nos quedábamos allá casi tres semanas. Había una tranquilidad única que ya no existe”, añade.
Entre estas cuatro mujeres hay similitudes bien evidentes; la primera es su amor por los helados. Tremenda afición. En el carácter también se parecen mucho: “no nos dejamos de nadie”, afirman. Mas las diferencias generacionales son numerosas; por ejemplo, los juegos que cada una disfrutó, o disfruta. Camila es “modelo 2003”, y en sus ocho primaveras solo ha jugado canicas una vez. Claro, las bolinchas ya no son un juego que goce de gran popularidad en su generación.
“Yo jugaba
En aquel tiempo, la música se escuchaba en la radio o en una gran consola, los juegos de video eran algo impensable y el teléfono móvil no había sido patentado. En contraste, la bisnieta tiene celular desde hace un año, es propietaria de un Nintendo DS, un Wii y un iPod con pantalla táctil.
“Yo vi televisión por primera vez a los 7 años, y para eso tenía que ir a la casa de unos vecinos; era en blanco y negro”, rememora Gisela. “Mi generación fue de las pioneras en usar
Los acetatos llegaron a a la casa de Virginia Durán Arias cuando ella se casó con Luis Zeledón Montero. El siglo XX iba por la mitad cuando contrajeron nupcias, el 16 de agosto de 1952. Ella, de 18 años, acababa de concluir la secundaria. Él, de 22, era administrador del Aeropuerto Internacional El Coco (hoy Juan Santamaría).
La pareja
La vida en pareja la iniciaron en una casa en San Cayetano. “¿Y usted cocinaba con leña?”, le pregunto. “¡Nooo, qué va... aterrice
Sin duda, las ventajas de la ciudad y la condición social que tuvieron, estaban de su lado. En 1953, don Luis y doña Virginia pagaron ¢300 por el parto de su primogénita en la Clínica Bíblica.
Gisela Zeledón Durán es quien se sabe el costo de su propio alumbramiento y no tiene inconveniente en compartir la cifra. Ella es la mayor de la prole, que se completa con Ileana y Vicky, quienes también nacieron en esa clínica. De joven, recuerda, le daban ¢2 para invertir en comida y ¢4 para los pases del bus.
Las tres hermanas fueron a una escuela privada, pero los repasos seguían en la casa, donde las esperaba la madre, mientras el esposo trabajaba. Para doña Virginia, quedarse en el hogar fue una elección, no una imposición. No hubo machismo de por medio, aclara ella.
“Mamá me heredó la abnegación por la familia y el cuidado de la casa. Nos dio el ejemplo de desprenderse de todo por los hijos, nos hizo ver que lo más importante siempre eran los chiquitos y lo esencial que es inculcarles valores”, continúa Gisela.
Desde la casa, doña Virginia educó a su prole; primero a sus tres hijas y, años después, a sus diez nietos, los que forman el tercer piso de la estructura familiar.
Doña Virginia y don Luis fueron abuelos jóvenes, de esos que patinaron, brincaron suiza y grabaron casetes caseros. Sissi recuerda esos tiempos, en los que la Coca Cola de un litro costaba ¢100; las
A los 22 años, la mayor de las Zeledón Durán se casó con Gerardo Escalante (en 1975). Antes, en sus días de noviazgo, su madre sonaba las llaves a las 10 de la noche en punyo, una señal clara de que ya el pretendiente debía emprender su partida. Una generación más abajo, la hora de regreso a casa se extendió hasta la 1 a. m.
“Yo era bastante independiente y no me pusieran chaperón, aunque a veces sí iba alguna hermana con nosotros”, recuerda. De ese matrimonio nacieron Pablo, Esteban, Sissi y Gerardo, quien hoy tiene 19 años.
Al igual que Gisela, Sissi tuvo a su primogénita a los 22 años. Ella y su esposo, Leonardo Barrantes, son los padres de Camila y Matías, dos de los cinco bisnietos de doña Virginia. “Mami se tomó su tiempo para conocer y opinar sobre mis novios... yo se lo agradezco. Cuando me iba a casar, me dijo: ‘Sea feliz y disfrute’; hasta ahora lo he cumplido”.
En cuanto a Camila, le ha tocado oír otros consejos; por ejemplo, que se case después de los 30 años. “Siempre le digo que se decida cuando ya haya vivido y hecho todo lo que quiera ‘sanamente’ ,como dice la bisabuela”, resume la madre.
“
Camila quiere ser chef; por eso la navidad pasada su bisabuela le regaló un libro de recetas. Su actividad recreativa favorita es bailar y está en clases de
Otras veces es doña Virginia quien hace presentaciones; en su caso de
La experiencia de Gisela tiene un paralelo, aunque en su caso, no fue la muerte sino un divorcio lo que separó a la pareja.
“La separación fue muy difícil porque estaba acostumbrada a hacer las cosas entre dos; pero no hubo más remedio que poner los pies en la tierra y salir adelante”.
La tarde se acerca al final y ya están listas las tortillas con queso. Luego de eso, cada quien se marchará a su casa. “Mi mayor felicidad es cuando tengo a mis hijas aquí, con mis nietos y bisnietos”, asegura doña Virginia.
“¡Ya casi nos toca volver a tomar sopa azteca!”, anuncia Sissi antes de irse. Y es que en la familia Zeledón Durán, eso es sinónimo de reunión y agasajo.