El acto educativo ocurre todos los días en hogares, escuelas y empresas. Cada vez que alguien quiere participar a otros de sus conocimientos, o quiere lograr que modifique su comportamiento, ocurre un acto educativo.
Cuando cantamos a capela, como dentro de nosotros vamos imaginando la música, nos parece sonar mejor que como sonamos a quienes nos escuchan. Cuando le explicamos algo a alguien, en nuestra mente tenemos el cuadro general, pero nuestro mensaje no lo contiene y suponemos conocidos u obvios muchos elementos. La explicación nos parece clara. Pero si quien nos escucha, no tiene el mismo marco conceptual, la explicación no le resulta tan clara. Por eso cuando intentamos transmitir un conocimiento deberíamos preguntarnos si suponemos un marco conceptual de referencia que el otro no tiene.
El dramático camino de transmitir un conocimiento u obtener un cambio de comportamiento tropieza con otros obstáculos. Está la ambiguedad de significados. Quien pretende enseñar habla de orden, esfuerzo, rectitud. ¿Entenderá el otro lo mismo que él?
Obstaculiza también la falsa ilusión del otro de que ya captó el mensaje. Como entender tiene una valoración positiva, a menudo creemos que entendemos lo que aún no hemos entendido. ¡Cómo cuesta confesar que no hemos entendido! Se tropieza, además, con la creación de conexiones que no implican aprendizaje o implican aprendizajes inexactos. Cuando alguien escucha la palabra liderazgo, podría activar el núcleo neurológico donde tiene la fuente de su comportamiento manipulativo, con lo cual adulteraría el concepto.
Se tropieza también con las creencias establecidas. A quien cree que todo lo que se necesita para dirigir a otros en el trabajo es golpear la mesa, nos costará mucho explicarle cómo entusiasmar a sus colaboradores. Por eso es crítico conocer el conocimiento equivocado previo que se opone al nuevo correcto. No obstante lo difícil de la tarea, siempre se puede mejorar, y a pesar de estas dificultades siempre una generación le ha enseñado a la siguiente.