El reconocido historiador inglés Edward P. Thompson evoca en su libro, Miseria de la teoría, cómo en una ocasión, durante un seminario organizado por distinguidos antropólogos de la Universidad de Cambridge, se extendió la risa entre los que estaban presentes cuando él apeló a la historia como una disciplina profesional con un estatuto científico.
De acuerdo con Thompson, tal actitud de sus colegas podía ser explicada por la diversidad misma de la historia como práctica académica, que atenta contra su propia coherencia disciplinaria.
A lo aducido por Thompson, se pueden añadir tres razones adicionales que ponen en duda ese estatuto. La primera es que existe una larga tradición de la historia como parte de las bellas letras. Una reliquia de este pasado es que, actualmente, la historia es la única de las ciencias sociales que posee una musa.
En segundo término, el desarrollo de la historia como una disciplina académica –en particular desde el siglo XIX– ha estado acompañado, hasta el presente, por formas de estudio del pasado practicadas por aficionados, quienes utilizan, con mayor o menos exhaustividad, las técnicas básicas de recopilación de datos para producir narrativas descriptivas y descontextualizadas, con grados desiguales de precisión y coherencia.
Finalmente, los resultados de la investigación histórica –entendida siempre como una práctica profesional– están expuestos siempre a ser impugnados por la memoria colectiva de distintos grupos, para los cuales el pasado no es un objeto de estudio sino, entre otros aspectos, una fuente de identidad.
Estas reflexiones surgen a propósito de una experiencia reciente, que tuve días atrás, cuando el consejo editorial de una prestigiosa revista académica costarricense me solicitó que aclarara la diferencia entre historiadores profesionales y no profesionales.
Al igual que Thompson, unos 35 años atrás, yo también sonreí al leer esa curiosa solicitud, y me pareció perfectamente comprensible que los antropólogos, economistas, geógrafos y sociólogos que forman parte de ese consejo, todos con títulos de doctorado (algunos obtenidos en el exterior), no tuvieran clara la diferencia entre historiadores profesionales y no profesionales.
Pero, a diferencia de Thompson, quedé completamente sorprendido al constatar que la mencionada solicitud venía suscrita también por ¡dos insignes historiadoras profesionales costarricenses!