“Cuando tenía 8 años, había un circo pequeño en las inmediaciones de La Sabana y a mis padres solo les alcanzó para las entradas al espectáculo. A pesar de que no era un circo de renombre, quedé asombrado por los pocos animales que había en las jaulas: los elefantes, el león... El circo solo tenía dos niveles, llegaba poco público y muchos niños de menos edad que yo. Me divertí viendo el espectáculo de malabarismo, los animales y al señor que dirigía la presentación. La sonrisa que ese circo dejó en mi cara les demostró a mis padres lo alegre que había sido yo ese día”.
“Aquel circo de ensueño llegó a Palmares cuando yo tenía apenas cinco o seis años. No olvido a aquel enano con su trajecito rojo que hacía de payaso porque ninguno jamás me hizo reír como él. Por eso, donde esté, seguramente lejos de este mundo, que la gloria de Dios brille para él. ‘Es un circo pobre’, dijo mi padre, ‘tiene la carpa remendada y solo traen unos caballitos’. Pero en el alma de aquel niño, el circo era tan grande como el universo, y su magia tan poderosa, que soñé y soñé, hasta que papá me dijo: ‘¡Hoy vamos al circo!’ Fui a muy pocos circos, pero en mi alma se quedó aquel de la primera infancia, petrificado, inalterado en mi corazón”.
“Tengo fugaces recuerdos de mis idas al circo; pero conservo como un tesoro, el pequeño visor en cuyo interior está grabado el momento en que un Tribilín enorme me abrazó por la espalda para la foto de rigor”.