“Amé a Nuria allá por 1971, aunque nunca nos hablamos. Apenas unos cuantos días, rumbo a clases, las voces de nuestras miradas se buscaban y encontraban aquí y allá . Por todas partes, mis ojos en los suyos y los suyos en los míos. Luego, supe que se había ido a vivir fuera del Valle Central y empezamos a amarnos a través de cartas ya que en el amor todo es posible. Así transcurrió un año. Después no supe nada de ella hasta el año pasado, cuando se me ocurrió indagar en el Registro Civil y, para mi dolor, me enteré que falleció hace unos años”.
“Desde que entré a primero de colegio, me enamoré perdidamente y por primera vez en mi vida de José Hugo, quien estaba en el mismo año que yo pero en aulas distintas. Recuerdo que en octavo año nos correspondió ser compañeros y me morí de la pena cuando se me ocurrió contarle a sus primas de mi amor por él y ellas se lo dijeron todo. Luego de un tiempo de no ser correspondida, perdí las ilusiones. Eso sí, seguimos siendo amigos y lo más gracioso es que en el último año de estudios, cuando menos lo esperaba, nos ‘apretamos’. Hoy, cada uno hizo su vida, pero nunca olvidaré todo lo que viví en esa época del colegio”.
“Corría el año de 1976. Tenía como ocho años cuando me enamoré del repartidor de Tortirricas. Para ese entonces, el hombre podría tener como 30 años. ¡Imagínense! Yo, una mocosa de ‘colitas’, enganchada de un hombre hecho y derecho, de barba y bigote. Para esa época, la empresa Tortirricas tenía una promoción en la cual aquellos paquetes que tuviesen una estrella se cambiaban por lápices o cuadernos. Al saber que “el Tortirrica” (así lo bautizamos mi hermana y yo, por no saber su nombre) llegaba una vez a la semana a la pulpería de don Milton, yo siempre tenía paquetes para cambiar. Para mí, verlo llegar significaba ver a mi príncipe azul”.