El grafómano es el loco manso de la literatura que sufre convencido de que en el mundo no faltan paz, justicia ni alimentos, sino suficientes editores. “En principio” –como tan bien decimos los cursis–, el grafómano es inofensivo y vaporoso; flota encerrado en su ático escriturario: pago de letras ( id est , sitio de literatura) en el que su torre de marfil es una torre de papel.
El grafómano es quieto como un reloj de sol y llevadero como uno de pulsera. El grafómano no mata ni una mosca ya que para eso tiene a mano el lenguaje.
Hasta en las familias más ágrafas ocurre un tío grafómano. Ayer, no más, el tío era un admirable funcionario público, respetuoso del qué dirán (que nunca se ocupó de él) y tan formal que hasta los relojes le preguntaban: “¿Qué hora es?”.
De pronto, el tío confiesa que siempre ha ansiado ser escritor, aunque sea grafómano, y que está decidido a abandonarlo todo en bien del arte. Ya ejerciendo la catarsis, el tío añade que, pese a que todos se olvidarán de él, quiere ser recordado como poeta, aunque se le marchiten los juegos florales.
La familia acusa el golpe; nadie estaba preparado para esa conmoción estética. Mientras aún le rompe a la familia los esquemas, el tío reparte sus manuscritos. Los parientes los leen y entonces se preguntan por qué el tío, cuando redacta, cohíbe tanto su talento.
Ya con los años, la familia acepta que sí, que tiene un tío grafómano, ¿qué le vamos a hacer?; además, tal vez podría ganar un premio de novela (todo puede ganar un premio de novela) y sacar a la familia de la pobreza que la familia ha llevado con una dignidad que ya cansa.
En fin, todo se le perdona al grafómano –incluso lo que escribe– mientras no quiera suprimir su anonimato con el error que sería su fama. No obstante, a veces, las musas son como las llaves, que siempre están en otra parte. Sin la dirección técnica de las musas, un día, como dijimos, el grafómano se yergue de la cama para hacerse de fama, despreciando el refrán que aconseja lo contrario.
Uno creía que los refranes saben lo que hacen, pero se ve que el grafómano ya ha descubierto que los refranes solo existen para echárselos a los demás, y que para equivocarnos nos bastamos solos.
Cuando el grafómano edita un libro, los lectores nos convencemos de que le habríamos dado algo de beber a fin de que se quedase dormido para siempre en sus laureles. Lo peor ocurre cuando sabemos que el grafómano es también cacógrafo, de manera que escribe demasiado mucho y demasiado mal; y esa congestión de esdrújulas termina por enseñarnos que la literatura necesita a veces un acto de piedad y de silencio, que explicaríamos bien si no nos dieran tan poco espacio.