Consagrado obispo de Nicaragua y Costa Rica en 1750, Pedro Agustín Morel de Santa Cruz emprendió su visita pastoral a nuestro territorio al año siguiente.
De aquel periplo, dejó el obispo un extenso informe que envió a la Corona en 1752. En él, cuenta el prelado cómo, después de visitar Cartago y sus alrededores, salió “en demanda de los demás pueblos situados a su Ocaso”.
Visitó entonces Curridabat y Aserrí, y continuó hacia Pacaca; pero se topó antes con que, a “cuatro leguas al Norte de Aserrí, en un llano muy ameno, está una poblazón con el diminutivo de Villita, por que ahora se está formando. Compónese de once casas de teja y quince de paja, sin formar plaza ni calle. Faltábale agua y se ha conducido por acequias; la iglesia es la más estrecha, humilde é indecente de cuantas vi en aquella provincia; su titular, San José”.
Entonces, mientras se ubicaba a Cartago en el valle del Guarco, la hueste conquistadora había concentrado los restos de la población aborigen del oeste del Valle Central, en cuatro “reducciones” o “pueblos de indios”.
Entre 1570 y 1575, surgieron así San Antonio de Curridabat al este, San Luis de Aserrí al sur, San Bartolomé de Barva al norte, y Nuestra Señora de la Asunción de Pacaca al oeste: todas, con su iglesia y su cura doctrinero.
Según el artículo
Una vez establecidos, los “colonos pudieron extenderse libremente dentro de un área amplia y segura, que a su vez se consideraba la mejor para emprender actividades agrícolas y pecuarias”.
Sin embargo, no apareció pueblo español alguno en esa área pues las familias vivían dispersas en sus pequeñas fincas y haciendas, próximas a las vegas de los muchos ríos que la atravesaban. Así fue como en el siglo XVII empezaron a nombrarse esos caudales con los nombres y apellidos de los dueños de las tierras cercanas.
Por ejemplo, el río Torres adquirió su nombre de Margarita, hija de Diego de Torres; mientras que de María, hija de Diego de Aguilar, tomó el suyo el río María Aguilar.
A partir del inicio del siglo XVIII empezó a llamarse la Boca del Monte la franja de tierra que se extendía de este a oeste entre ambos cauces.
A su vez, con la llegada de ese mismo siglo, estaba por cambiar radicalmente el modo de vida de aquellas familias criollas y también de las mestizas.
En consecuencia, en 1706 se creó un oratorio en La Lagunilla (Barreal de Heredia); pero no se logró que todos acudieran ahí: para no acercarse siquiera, los vecinos del valle de Aserrí pretextaban las crecidas del río Virilla, el descuido de sus haberes y cosechas, y hasta la falta de ropas adecuadas.
Sin embargo, en 1711, el obispo Benito Garret y Arloví exhortó a los alejados moradores a tener sus propios “oratorios o ermitas colocados en proporcionadas distancias, a fin de que todos puedan cumplir con el precepto”.
Poco después, el oratorio de La Lagunilla se trasladó a Cubujuquí (Heredia), mientras que en el valle de Aserrí se elegía a la Boca del Monte para edificar el suyo.
La elección de esos sitios ubicó ambos oratorios “en las rutas de más activo comercio y comunicación entre los pueblos de indios”, anota Meléndez en
Así, “San José surgiría en la encrucijada entre los caminos de Aserrí y Curridabat, con el de Pacaca por el oeste y el de Barva por el norte”. Por esto –continúa el historiador–, si bien la Villita y sus similares carecieron del acto formal de las fundaciones hispánicas, nacieron en cambio “de un parto inducido, pero más natural, porque son respuesta a demandas y necesidades sentidas tanto por la Iglesia y el Estado como por los mismos fundadores, necesitados de formas comunitarias de vida, tras el aislamiento de los anteriores siglos”.
Iniciada en 1736 bajo la dirección del presbítero José Antonio Díaz, la primera ermita en la Boca del Monte se terminó en 1738 y se la dedicó al Patriarca Señor San José.
Sin embargo, como sostiene Cleto González Víquez (
Podían ser toscas viviendas o incluso iglesias. Es el caso de las muchas de este tipo que levantaron los franciscanos en casi toda América, cuya principal función fue proveer de abrigo al altar, el púlpito y la sacristía.
Su piso era una plataforma de tierra apisonada, cuyo perímetro era delimitado y contenido por una fila de piedras hincadas en el suelo. Sobre esa plataforma se elevaba la estructura portante de la fábrica, a la que servían de columnas y vigas, unos troncos apenas trabajados, si acaso, “a hacha y azuela”.
Las paredes podían ser de paja también, o de rollizos tablones de madera. El resultado era un rústico edificio, de base rectangular y techo de dos aguas, por lo general de una sola nave y con una pequeña torre de campanario anexa o exenta.
Fuera, un pequeño atrio empedrado recibía a los fieles que, dentro, podían escuchar la misa mientras se protegían del sol o de la lluvia, y contemplar imágenes de santos.
La ermita de San José se ubicó en la actual calle 2.ª, entre las avenidas Central y 1.ª, donde hoy está la tienda Scaglietti. Sin embargo, con ella no se logró el objetivo de traer a vivir “bajo su campana” a los vecinos del valle, que ahora pretextaban la falta de agua en el lugar.
De tal modo, en enero de 1751, poco antes de la visita de Morel de Santa Cruz, se trajo de Cubujuquí al sacerdote Juan de Pomar y Burgos. Este asumió la tarea durante tantos años postergada, y reuniendo y dirigiendo a los vecinos, condujo el líquido vital por zanjas a la población.
Además, Pomar amplió el cuerpo de la iglesia y la dotó de todo aquello necesario para el oficio sacro. Entonces, el sacerdote volvió a Heredia, solamente para regresar en 1755, pero ya en propiedad, como teniente de cura.
Ese mismo año, Tomás López del Corral, alcalde de Cartago, exigió a los pobladores del valle avecindarse en el lugar. Con esta exigencia vinieron las amenazas, y solo con ellas se aseguró el cumpli-miento cabal del deseo de las autoridades civiles y eclesiásticas: el poblamiento real de la Villita.
Con la compulsión oficial y la benéfica acción del cura, también se delineó un pequeño cuadrante a partir de la humilde ermita. Su plaza se ubicó en la manzana de enfrente, donde hoy se encuentra el Banco Central.
Con ese trazado urbano inicial, el largo parto inducido de la Villita de la Boca del Monte de Nuestro Señor San José quedó, ahora sí, concluido. Aunque hoy cueste creerlo, en aquella simple ermita, que fue su primera sede religiosa, está el origen de nuestra ciudad capital.