Durante años, el país ha luchado por tener una ley de tránsito acorde con sus necesidades, pero el poder ejecutivo y el Congreso, en conjunto, son incapaces de proveer de ella. La tragicomedia es reveladora de nuestros más profundos problemas institucionales y ese particular estilo de gobierno conocido entre costarricenses como la ocurrencia.
En la acepción más cercana a nuestros propósitos, el Diccionario de la Real Academia no atribuye a la palabra significado peyorativo. Ocurrencia es en Costa Rica, laocurrencia, en ciertas circunstancias llamada domingo siete, y designa lo que en otros países se denomina salida o arranque. En algunos, el concepto se redondea con las actitudes torpes atribuidas a determinados personajes, de ahí el dicho es una salida de cabo interino.
Si bien el concepto existe en todas las latitudes, debemos celebrar la existencia del término específico y propio para entendernos con eficacia. Los encargados de la cosa pública se empeñan en brindarnos la ocasión de desempolvar la palabreja y no hay mejor prueba de su empeño que la ley de tránsito. Fracasada una y otra vez, en los tribunales y en la práctica, por fin se anuncia un esfuerzo de reforma encaminado a rectificar sus contradicciones, desproporciones e irracionalidades. La comisión de la Asamblea Legislativa encargada del caso no se conforma con una revisión parcial de la ley y la estudia en su totalidad, decidida a producir un texto capaz de entrar y permanecer en vigencia. Brota una esperanza, pero, de pronto, como debe ser para justificar el calificativo, surge también la ocurrencia. El proyecto propone discriminar entre conductores novatos y experimentados para tratar a los primeros con mayor severidad. Si de primera entrada a alguien le suena lógica la propuesta, basta señalar que, vista desde otra perspectiva, la ley tratará a los conductores experimentados con mayor lenidad.
Si el conductor tiene experiencia al volante, es decir, más de tres años de portar licencia, puede celebrarlo con un trago porque, en su caso, la alcoholemia no tendrá consecuencias mientras esté debajo de 0,75 gramos de alcohol por litro de sangre. Pero el chofer inexperto con 0,2 gramos enfrentará todo el rigor de la justicia. Amén de su naturaleza caprichosamente discriminatoria, la ley reforzará la peligrosa idea de que la destreza al volante compensa la ingesta de licor. En esto la ley coincide con el argumento tantas veces esgrimido por conductores ebrios que rehúsan entregar las llaves del auto a sus angustiados familiares o amigos porque tiene años de conducir sin ningún problema.
Un conductor experimentado podrá acumular hasta doce puntos por infracciones a la ley de tránsito antes de perder su licencia durante un año. Un novato sufrirá el mismo castigo cuando acumule seis, sin que importe la naturaleza o gravedad de las violaciones acumuladas. Si son idénticas, también habrá un castigo diferenciado, que aprenda.
El proyecto se cuida de castigar al conductor novato por anticipado. La primera licencia rige por solo tres años. Cumplido ese plazo, el primerizo deberá regresar al calvario del Departamento de Licencias del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT), tantas veces distinguido por su corrupción y la larga duración de los trámites. El requisito no tiene justificación, porque la licencia será renovada siempre que el portador no haya acumulado los seis puntos de ley.
Ese dato lo conoce el MOPT de antemano y, para constatarlo, no es necesaria la presencia del conductor en el Departamento de Licencias. Si un chofer acumula los puntos permitidos en tres meses, ese es el momento de suspender la licencia, y no años después, cuando se presente a tramitar una renovación. Si a los tres años no ha acumulado los puntos, no hay razón para obligarlo a presentarse en el MOPT.
En ausencia de nuevas pruebas prácticas y teóricas, la renovación a los tres años carece de sentido y no pasa de ser una caprichosa molestia impuesta por ley. La ventaja es que luego de esa primera renovación, el novato se gradúa, pasa a integrar la élite de los experimentados, podrá renovar su licencia por seis años y salir a celebrarlo con unos tragos, tantos como su metabolismo aguante antes de alcanzar el límite permitido a quienes conducen bien.