El costarricense haría bien en incorporar esta frase a su quehacer diario: amo y respeto la vida. Tal vez este sea el camino para la consolidación de ideales y el cultivo de virtudes como la humildad, la generosidad, la fraternidad, la justicia y el espíritu de servicio, a veces sustituido por el indiferentismo, la apatía o el egoísmo. También puede cultivarse el espíritu crítico para deslindar la verdad de la mentira y combatir la ingenuidad.
La familia es la mejor tierra para la plantación de virtudes y para aprender a ser personas. Aunque haya trabajos y horarios diferentes, siempre es posible sacar un tiempo de calidad para los hijos, cuyo fruto posterior es que el país goce de relaciones personales y sociales con tono humano.
Nuevo rumbo. Otra virtud muy necesaria es la solidaridad, definida así por la seguridad social alemana, en tiempos de Adenauer: “Los unos con los otros y los unos para los otros”. Después de la locura de Hitler se habían impuesto el llamado “milagro alemán”, que fue todo un logro. Costa Rica, guardando las distancias, pide también un “milagro”: un nuevo ambiente y el advenimiento de un nuevo rumbo. Puede lograrlo. Tiene los medios para levantar la temperatura espiritual de la sociedad y respirar un aire más puro.
El tesoro de la paz social, el sistema educativo, desde las escuelas hasta las universidades, la Iglesia, la familia' son una fuente inagotable de posibilidades de creci- miento humano y espiritual. Son medios para la creación de otro ambiente y otro rumbo existencial, un nuevo modo de vivir y de pensar.
Aunque la inseguridad ciudadana, las drogas, la delincuencia, los vicios, la violencia, la tramitomanía, la celotipia y el temor estén en la cresta de esta crisis superable, tales patologías no constituyen un impedimento para enderezar la sociedad de semejante caída.
Recordemos que la gran mayoría vive distinto y que el costarricense lleva en su corazón una prodigiosa inclinación hacia el bien. Por tanto, no hay razón para desilusionarse del país. Además, no tenemos otro. Si insistimos en amarnos los unos a los otros, sin distinción alguna, es mucho lo que puede lograrse. La fraternidad no es un simple decir, sino una mina de oro. El cambio no es una utopía, un sueño irrealizable. Sí se puede alcanzar. Anclarse en la negativa de la mejora personal es inadmisible.
Mundo convulso. Lamentablemente, vivimos en un mundo convulso. Ya nuestra poetisa Mía Gallegos nos pone sobreaviso y lanza un grito de desesperación: “Ay, Dios, que nos morimos en una guerra,/ que se nos muere el alma”. Pero esta queja de dolor la contrarresta un grito de esperanza, y entonces el alma puede vivir y despertar.
El sol de la sonrisa de un niño, que con su esplendor llena de luz toda la casa, más la comprensión, la humildad, el disculpar, el perdonar y terminar las cosas comenzadas, moldean y enriquecen la convivencia y el tejido social. El país espera ser impregnado de una verdadera alegría de vivir, de amistad, serenidad, orden, respeto y de una mayor libertad responsable. Conviene hacer un alto en el camino y definirse como personas dispuestas a “meter cabeza y corazón” en la vida diaria, sin permitir que el grito de un mundo convulso nos robe la paz interior. Tampoco nos dejemos atrapar por el consumismo, ese deseo irracional e insaciable de “posesión y de mando”, como califica Romano Guardini la época actual. Y tampoco nos dejemos llevar por la nociva cosmovisión materialista que algunos pregonan alegremente. Otros son los ideales de un ser humano marcado por la esperanza.
Sí es posible crear un ambiente más humano y trazarse un nuevo rumbo, hasta el logro de un país más seguro y optimista, más solidario y recio, más fraterno y pensante.