En 1809, el sacerdote Florencio Castillo donó tres pesos a la Corona española para sostener la guerra contra Napoleón, quien había invadido a España. Este conflicto bélico se desarrollaba a miles de kilómetros de las tierras americanas, por lo que Castillo no imaginó que luego le tocaría experimentarlo cuando oyó caer las bombas francesas cerca del barrio de San Lorenzo, en la isla de Cádiz.
Si bien nació en la población de Ujarrás, Florencio Castillo fue josefino pues su madre lo trasladó a la villa de San José, junto con dos hermanos, cuando él tenía dos años.
Doña Cecilia Castillo contradice la imagen errada que tenemos de una mujer sumisa en medio de una sociedad machista. Ella es símbolo de una época que favorecía más a las féminas que lo que les ofrecieron los liberales a partir de finales del siglo XIX.
Esa emprendedora mujer amplió su patrimonio negociando con los bienes que posiblemente exigió al padre de sus hijos, apellidado González, de Cartago. Doña Cecilia compró casas y esclavos, puso una farmacia y hasta se introdujo en el negocio del tabaco.
Después se instaló en San José buscando mejores oportunidades para sus hijos, a quienes favoreció con una educación privada. Gracias a esto, con 19 años, Florencio partió hacia el Seminario de San Ramón Nonato, en León (Nicaragua).
En un sermón pronunciado el 19 de agosto de 1809 en la catedral de León por su difunto rector, don Florencio expresó a los leoneses: “¡Qué dicha fuera para vosotros tener un congreso de sabios!”. Por supuesto, él tampoco imaginaba que, poco más de un año después, Costa Rica lo elegiría su diputado en las Cortes (Congreso) de Cádiz.
Como ocurre con los congresos, no todos sus miembros fueron sabios, pero el padre Florencio Castillo sí fue uno de estos. ¿De dónde le vino esa sabiduría?
Un poco por padecer el complejo de que nuestras tierras no podían producir gente sabia, y otro poco por caer en el error del culto al genio, algunos se han admirado que alguien de este rincón del mundo haya expuesto en España ideas tan altas en los ámbitos cristiano y humano.
Empero, sí, don Florencio es un producto de la tierra costarricense y de la nicaragüense. Además de la educación privada que recibió en San José, el Seminario de San Ramón, en León, era la segunda institución de este tipo en importancia en Centroamérica después de los centros educativos de Guatemala.
Dos fueron las fuentes de las que se nutrió aquel seminario. En primer lugar, los obispos de los últimos 25 años del siglo XVIII y de principios del XIX se habían preocupado por mejorar la educación.
Prelados como Esteban Tristán, Félix Villegas, Antonio Huerta y Nicolás García crearon nuevas cátedras, que pagaron de sus propios bienes.
Uno de ellos, Juan Villegas, se llevó al indígena Tomás Ruiz a estudiar a Guatemala; este fue sacerdote y alcanzó el grado de doctor en cánones en aquella universidad; luego volvió a Nicaragua para dar clases de filosofía.
En segundo lugar, el seminario se vio beneficiado por la reforma educativa que el fraile costarricense José Antonio Goicoechea introdujo primero en el convento franciscano y luego en la Universidad de San Carlos, de Guatemala. Goicoechea se inspiró en las reformas iniciadas por el ilustrado rey Carlos III.
La mayoría de los profesores del padre Florencio viajaron a estudiar a aquella universidad; fueron discípulos de Goicoechea y luego regresaron a Nicaragua a trasmitir los nuevos conocimientos, como fue el caso de Miguel Larreynaga, su profesor de filosofía y retórica.
No se puede calificar de manera ligera que esa fuente de conocimientos haya dado, a Castillo, una formación ilustrada y liberal en el sentido clásico. Si habla de estas dos corrientes de pensamiento, deberían llamarse “ilustración y liberalismo a la española”.
Entre otras razones, el mismo costarricense lo indicó en un sermón de 1804, cuando aludió a los conocimientos de una mente ilustrada: debían ser “rectificados con las máximas de la religión”.
El campo del derecho canónico, en el que Castillo se graduó como bachiller, lo puso en contacto con el derecho civil de aquel tiempo.
Su destreza fue tal que su examen se publicó en el periódico Gazeta de Guatemala con muy buen comentario. Su capacidad lo llevó a ocupar la cátedra de filosofía con tan buen suceso que los exámenes aplicados a sus alumnos también se publicaron en el mencionado periódico guatemalteco.
Al respecto, la Gazeta formuló estas palabras: “Si se pusiesen a su lado los [exámenes] de igual clase de otras universidades, sin exceptuar algunas de las más acreditadas, no dejarían de resultar sus ventajas de la comparación”.
Por esa razón lo incluyeron en la terna de candidatos que debían representar a Costa Rica en el primer congreso democrático del Imperio Español. Su elección se llevó a cabo el 1.° de octubre de 1810.
Según mandaba la ley, el ayuntamiento de Cartago, después de aceptar la renuncia de un primer elegido, votó otra vez colocando los nombres de tres candidatos en una caja; luego se llamó un niño, quien sacó el papel que contenía el nombre del padre Castillo
Gracias a la sabiduría de Florencio Castillo, esta primera experiencia parlamentaria de Costa Rica no nos llenó de vergüenza, sino todo lo contrario. Siempre se han resaltado los cargos que él ocupó, en especial el más alto: presidente de las Cortes de Cádiz.
También se ha centrado mucho la atención en las ideas que expuso luchando por los negros y los indígenas; mostró así un exquisito humanismo cristiano.
Sin embargo, hubo otras acciones que deberían conocerse más. Entre ellas figura el sacrificio económico que Castillo debió afrontar debido a que la provincia de Costa Rica no le pagó el sueldo que debía percibir como diputado.
Debemos resaltar los proyectos presentados por él a favor de Costa Rica y de toda Centroamérica, de la que poseyó una visión geopolítica más amplia que las de otros diputados del área, gracias a sus estudios y a su paso por los países del istmo.
Hace doscientos años, Costa Rica eligió su primer diputado, hecho que debe llenarnos de orgullo por la persona que enviamos. Es necesario revivir sus méritos pues, cada cierto tiempo, las sociedades necesitan oxigenarse para renovar las fuerzas: los méritos del padre Florencio Castillo bien lo merecen.