Sigo “empapado” por varios factores: el primero, porque mi tatarabuelo era “zuavo”: aquellos soldados que hace 150 años salían de Francia y Bélgica, entre otros, a defender al papa y el Vaticano. Al inicio de “Al través de mi vida”, Carlos Gagini los evoca.
El segundo factor, ya mucho más cercano, fue mi sorpresa al leer que este papa de manera ejemplarizante aceptó la sugerencia de su colega cardenal brasileño de “no olvidar a los pobres” pues tomó el nombre de Francisco, sin más. Otro nombre potable y papable era el de Adriano, que si no me equivoco, habría sido Adriano VII. Me habría entusiasmado también.
Hubiera sido reanudar con aquel “único papa de los países bajos” (en sentido histórico), preceptor de Carlos V. Llegó a Roma y, lo mismo que su amigo Erasmo, quedó escandalizado por esa lujuria y lo depravado de los Medici: total que entre otros solo comía arenque y cerveza. Se proponía limpiar la Curia' pero pronto lo mataron. Ahora de nuevo “habemus papam”: ojalá se aboque a esa herculeana tarea.
Nosotros, que aún sabemos leer porque crecimos entre rigores de invierno y dureza de principios, vemos con esperanza al nuevo papa. Más allá de múltiples signos de la buena “pobreza”, lo que atrae la atención es el llamado a re-descubrir la esencia-humana-con-afán-trascendental, frente a lo superficial y lo superfluo que ahora se inculcan como lo normal, la norma.
Asistimos a retorno de ese espíritu de “abrid la ventana”, “no tengáis miedo” del querido Juan Pablo II, pero a su vez es ir más allá, con indicios impresionantes, impactantes de austeridad y sinceridad. Su autoridad fluirá no a partir de exteriores marcas de jerarquía y distancia sino por medio de una sencillez directa que cautiva.
Este es el mundo que necesitamos frente a la sistemática alienación que nos recetan al estilo de mi banco “acostúmbrese a tenerlo todo”: estupidez, inmoralidad. Perdón, pero aquella publicidad con el montón de zapatos me hizo pensar en esa Imelda Marcos, con sus trescientos pares: decadente “modelo” de conducta. Lo que publicitan y cómo lo hacen es precisamente robarle a la juventud la poca esperanza que les queda viéndonos, los adultos con nuestro “ejemplo”.
Sí, acostúmbrense a tenerlo todo: ojalá títulos, pero además y sobre todo hábitos, actitudes, idiomas, como ya está demostrando el bueno de Francisco. Eso lleva a tener excelentes frutos. En esa línea, tengamos perseverancia, nada de miedo al esfuerzo, frente a ese facilismo ramplón que muchas instituciones nos ponen como espejismo.
No, no se propone la ilusión de la lotería; tampoco: nada de “caridad” en sentido superficial de dar limosna de lo que me sobra, para contentar mi conciencia y de paso quedar bien en la opinión pública.
Se equivocan los que creen que este Jorge Bergoglio, Francisco tout court , va a desviar el Tíber para limpiar los establos del Vaticano. Van mal los que esperan un papa guerrillero, tipo Camilo Torres. Se equivocan los que, como la presidenta Kirchner, confían en que se meterá en política partidista.
Pero sopla un nuevo aire, de frescura y, cosa increíble, de juventud. Vuelve la esperanza: hay que transformar el mundo capitalista desde dentro, dándole de nuevo rostro humano, no la cara anónima de un banco. A los hipócritas de este sistema de “libertad de escoger cosas, a cómodos plazos semanales” cabe enseñarles que uno come también dignidad y fe: no solo de chunches vive el hombre. Más productivo será, para mi mismo banco, enseñar sentido del ahorro que de incidir en esa hueca fórmula consumista y cortoplacista.
¿Asistimos al inicio de una verdadera revolución copernicana? Es demasiado temprano para saberlo, después de semanas, apenas, de estar de nuevo “empapados”. Confío en que sí. El encuentro del Papa (sigo prefiriendo mayúscula, para los grandes') con jóvenes detenidos lo concluyó con un mensaje de ánimo: “¡Adelante! ¡No os dejéis robar la esperanza! ¿Entendido?”.