No hay nada que se parezca más a un fanático de izquierda como un fanático de derecha. Escriba contra Chávez, o a favor del TLC, y espérese a ver su buzón saturado de insultos: “reaccionaria”, “vendepatria”... Exprésese sobre el derecho al aborto, y recibirá misivas cargadas de odio de otra jauría fanática: “infanticida”, “genocida”, y este interesante juicio, entresacado del magma de improperios de un extremista católico: “usted NO es mujer”.
En la odiosa frase se condensan siglos de misoginia. Una mujer que defiende el derecho al aborto no sería digna de su condición pues negaría su destino natural: la maternidad. ¡Claro! El “deber de la mujer”.
Más allá de la anécdota, el insulto es solidario de un pensamiento que relega a la mujer a una esencia fijada por el determinismo biológico. Este pensamiento se siente hoy fortalecido por descubrimientos científicos sobre las posibles diferencias de funcionamiento entre el cerebro femenino y el masculino.
Sin interrogarse sobre la parte de cultura e historia que dichos estudios revelan, los nuevos adalides de la “diferencia de los sexos” recuperan ideológicamente el discurso científico para reafirmar el modelo tradicional de siempre, según el cual el hombre estaría naturalmente destinado a tareas de tipo racional, mientras que la mujer sería de una sensibilidad “más generosa” por su capacidad de ser madre.
¿Dónde deja esta supuesta esencia a todas aquellas mujeres que no quieren o no pueden ser madres? ¿Son acaso menos mujeres por ello? ¿Son mujeres inacabadas, cuyo “ser real” nunca se realizará? El viejo discurso esencialista censura a las primeras, desprecia a las últimas y las culpabiliza a ambas.
Quienes argumentan a favor de la diferencia esencial de los sexos, promueven además una educación diferenciada en la que niños y niñas estén separados. Como si, a lo largo de su aprendizaje, no fuera fundamental para su madurez psíquica que niños y niñas aprendan a convivir los unos con las otras, para constituirse en su propia identidad y relacionarse con aquel y aquella que perciban como su diferente y semejante.
También recomiendan que en el mundo laboral se tomen en cuenta esas “diferencias esenciales”, en pro de un mejor rendimiento. Ya se percibe una muy peligrosa deriva: de la irreducible diferencia de los sexos, a la segregación entre ellos, y a la perpetuación de la desigualdad, no hay más que un paso.
En una conferencia titulada “De la diferencia a la semejanza de los sexos”, la filósofa Elizabeth Badinter recordaba el debate entre Diderot y Madame d’Epinay en el siglo 18. Diderot, naturalista, establecía una diferencia irreducible entre hombre y mujer, en razón de su anatomía. Mme. d’Epinay, en cambio, hacía hincapié en su semejanza, apelando a lo que tienen en común: el uso de la razón. Diderot lamentaba, pero a su modo justificaba la dominación del hombre sobre la mujer; Mme. d’Epinay creía en la posibilidad de un mundo más justo entre ambos sexos.
A ese debate, se le añade hoy la complejidad de la discusión sobre la diferencia de género y de las sexualidades. Tras interrogarse sobre las dificultades inherentes tanto a las posturas de la diferencia rígida, como a las de la indistinción total, la filósofa razona sobre su propia perplejidad: la diferencia entre hombres y mujeres es tan borrosa, sutil y variable, que no sabemos definir cada género en su especificidad. Quizá haya llegado la hora, concluye, de dejar a un lado la oposición de los géneros, para considerar ante todo nuestra común pertenencia a la especie humana, que es la que nos distingue de los animales.
Ante un problema tan complejo, no nos dejemos engañar por la manera en que se habla de nuestro sexo. La interpretación esencialista, a favor de un modelo que consagra la segregación y la opresión de un sexo por el otro, amenaza con socavar las libertades adquiridas y las que aún quedan por conquistar. Como Mme. d’Epinay apelaba a la razón, como Elizabeth Badinter invoca nuestra pertenencia a la especie humana una e indivisible, el camino hacia la igualdad pasa por reivindicar nuestra común libertad, en virtud de la cual ningún determinismo biológico tiene la última palabra en lo que respecta a la relación entre hombres y mujeres.